EL LARGO ADIÓS

DENNIS HOPPER, EL ÚLTIMO REBELDE
*José Luis Muñoz

Conocí a Dennis Hopper en Rebelde sin causa de Nicholas Ray, pero seguramente miento, porque pocos repararon en aquel chico delgado y menudo, comparsa de James Dean, como seguramente tampoco lo haría nadie en Gigante, de nuevo acompañando al rebelde sin causa en su último rodaje, ni en Duelo de titanes, porque en todas y cada una de esas películas el joven Hopper era devorado por sus compañeros de reparto, que lo aplastaban, y además, por entonces, no luego, su físico resultaba anodino, olvidable, como el de otro menudo actor que tuvo un final dramático y fue coetáneo suyo: Sal Mineo.
La gente se empezó a fijar en él a partir de Easy Rider, ese western que dirigió y en el que acompañaba a Peter Fonda, sustituyendo motos por caballos, y recorría Estados Unidos. Entonces ya lucía arrugas, larga melena y frondosos bigotes, la estética hippie por antonomasia de esa América rebelde que gritaba contra la guerra de Vietnam y hacía el amor en campos de flores a un año del 68.
Wim Wenders, el más americano de los realizadores alemanes, lo escogió para El amigo americano. Con Coppola fue fotógrafo del enloquecido Kurt de Apocalipse now, y repitió con él en Rumble Fish al lado de otro rebelde que se estrellaría más tarde: Mickey Rourke. Nuestro Bigas Luna lo escogió para su inquietante rodaje norteamericano Reborn. Por entonces se había operado en él un cambio físico a mejor, se le habían endurecido las facciones y ya no tenía cara de chico bobalicón, porque cada surco esculpido en su cara hablaba de noches de insomnio y dolor, de juergas alcohólicas y lisérgicas, de vida al límite que llevaba luego a sus papeles en la pantalla, cada vez más retorcidos, perversos, malsanos, a años luz de ese niño sin sustancia que fue cuando llegó al cine. Hopper era un tipo duro, un secundario de lujo, un actor de culto que imprimía su carácter en cada uno de sus rodajes. Por eso se lo disputó otro duro, Peckinpah, aunque ya en plena decadencia, en Clave Omega, y Bob Rafelson lo tuvo en La viuda negra.
Pero Hopper fue más Hopper que nunca, alcanzó su cénit, con David Lynch. En Blue Velvet, encarnando al villano que hablaba a través de su mascarilla de oxígeno, estaba el actor a sus anchas, disfrutando del papel de su vida en una de las películas más extrañas, morbosas e inquietantes salidas de la mente delirante del James Stewart de Marte. No volvió a un papel a su medida hasta Amor a quemarropa, un guión de Tarantino filmado por Tony Scott, el hermano pequeño de Ridley. Y luego ya nada notable, salvo Basquiat, de Julian Schnabel, y Elegy, la notable película de Isabel Coixet basada en la novela homónima de Philip Roth.
Hopper también se puso detrás de la cámara, y lo hizo con singular talento en cuatro ocasiones. Además de Easy Rider, filmó en 1980 Caído del cielo, un drama desasosegante y duro; reunió a un achulado Sean Penn con el veterano Robert Duvall en Colors, una película de policías versus pandilleros que retrataba la violencia de la ciudad de Los Ángeles; y filmó Labios ardientes aprovechando la exuberancia, en aquel momento, de Jennifer Connelly, para contraponerla a la de la rubia Virginia Madsen, una película epidérmica en el sentido más amplio del término.
En el número 6712 de Hollywood Blvd. está su estrella.

*Este artículo fue publicado en la revista digital CULTURAMAS

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