LOS LIBROS

LA PERDIZ BLANCA
Cecilia Bardají

Ediciones Libertarias, 2010
156 páginas


Resulta inhabitual que una primera novela alcance las cimas de perfección y consiga transmitir emociones al lector por la intensidad con que están escritas y la belleza literaria que llevan dentro. La perdiz blanca es un rara avis, como su mismo título indica, un espécimen extraordinario de esas características, sorpresa y goce, uno de esos libros que caen aleatoriamente en mis manos y que no tengo el más mínimo reparo en recomendar con entusiasmo porque sería una lástima que esta joya, tallada con delicadeza por las finas manos de Cecilia Bardají, pasara desapercibida, quedara en el olvido.
Una niña es la narradora de esta historia que transcurre en las estribaciones pirenaicas de la Maladeta, los montes Malditos y, a través de sus ojos y sus reflexiones, el lector entrará con ella en el mundo complejo y fantástico de la infancia y percibirá la realidad que le rodea bajo su prisma. Es una niña que vive en un ambiente rural, que tiene una madre abnegada que trabaja en el hogar, para que la familia sea feliz, y un padre cazador y brusco al que todos, en la familia, detestan.
Para mi padre, ausente dos días de caza por los montes, ojalá se pierda en uno de ellos, no habrá canelones; el desprecia estas comidas no propias de su tierra.
No es una novela en la que sucedan grandes cosas, no hay tremendismo rural, aunque si violencia soterrada que flota en el ambiente, sino mirada interior, paisaje admirablemente descrito, recreación de escenarios que resultan tan visuales como táctiles u olfativos, descripción de personajes tamizados siempre por esa mirada infantil, y fantasía, como la de la misma protagonista que cree que su cuerpo está invadido por hormigas e incluso siente, y lo transmite al lector, su correteo por el interior de su cuerpo.
El misterio de la muerte, los despertares a la sensualidad, cuando se encierra en un cuarto con unas amigas e inician exploraciones corporales, la visión del padre como algo ajeno y destructor de la armonía familiar, con quien apenas cruza algún monosílabo la protagonista, las muchas horas de soledad e ensimismamiento que se producen en la vida de esa niña que se fabrica su propia realidad para rehuirla, los narra Cecilia Bardají con prosa bellísima y cuidada que se ajusta de forma milimétrica a lo narrado, que nunca desafina, porque en La perdiz blanca la literatura se hace música, en ninguno de sus compases.
Hace muchos años Juan Marsé me dio una de las claves de su literatura. Una novela tiene que sonar bien al leerla, hay que acertar con la palabra exacta, y huir del sonajero y de lo artificial. Cómo se consigue eso es la magia de la literatura y no aparece escrito en ningún manual porque es un don. Y eso es lo que hay en la prosa modélica de esta novela.
Ya no abre los ojos la abuela, ni habla ni contesta. A menudo su mandíbula inferior se descuelga y descansa inerte sobre su pecho. En ocasiones silba como si dentro de su boca hospedara todas las llaves que penden de su cuello y a través de cada uno de los ojos de ellas corriera el aire. No entiendo por qué la Muerte se lo rumia tanto, si esta vieja no es rival digno de tenerse en cuenta.
La novela se cierra con la preparación de un manjar a base de canelones, plato festivo en Cataluña y Aragón, descrito con el mismo énfasis, detallismo y riqueza literaria que El festín de Babette de Isak Dinnesen, una jornada que termina con el final de ese trayecto iniciático que es la infancia, con el definitivo adiós a toda inocencia.
A partir de aquel atardecer y sueño sin fortuna, las lágrimas no corrieron nunca más de la fuente de mis ojos, porque mi corazón y mi pecho se secaron. Desde entonces y definitivamente fueron uno y otro campo yermo desprovisto de alimento. Solo las hormigas permanecen habitando ambos lugares…
Una maravillosa novela de una calidad literaria extraordinaria. Ahora sólo le hace falta el reconocimiento, algo que tantas veces resulta esquivo y es otro misterio que uno tampoco encuentra en ningún manual.
José Luis Muñoz

LA SOPA DE DIOS
Gregorio Casamayor
Acantilado, 2009. 185 páginas.
Premio Silverio Cañada a primera novela negra publicada

En su primera novela Gregorio Casamayor (Cañadajuncosa, 1955), autor del libro de relatos Borrón y cuenta nueva, opta por el género negro y lo adereza con un sentido del humor realmente vitriólico aprovechándose de la personalidad de su protagonista y narrador, Fede Cortés, un asesino de la tercera edad que escribe su historia exculpatoria, en primera persona y desde la enfermería de la cárcel, en donde su vida no es mucho mejor que cuando estaba libre.
El desayuno, aquí en la enfermería de la cárcel, es vomitivo, como la comida y como la cena. Monótonas. Frías, Sosas. Preferiría una pastilla, o que me conectaran el suero.
Casamayor, con una prosa perfectamente medida a lo que cuenta, directa, levantando la sonrisa del lector casi en cada párrafo, relata el día a día de eso que llamamos tercera edad y lo hace con buenas dosis de causticidad.
De lunes a sábado el brigada llevaba una vida lamentable en el barrio. Como la mía. Como la de cualquiera de los jubilados y prejubilados que pululamos por esas calles empinadas como almas en pena. Somos muchos y a todos nos aquejan los mismos males, que sí un poco de azúcar, la tensión alta o baja, el colesterol, la artrosis, casi podríamos intercambiarnos las recetas. Y sin el casi. Una vez a la semana, o cada quince días, solemos citarnos todos en el ambulatorio, que es el lugar de encuentro por antonomasia. El parlamento del barrio. Antes de entrar en la consulta ya nos hemos diagnosticado y recetado.
La sopa de Dios es bastante más que una intriga criminal bien servida ─ aunque el protagonista narrador se encargue de omitir sus propios delitos con premeditadas elipses─ porque Casamayor se centra más en describir, con acierto, la vida de barrio, la de esa Ciudad Meridiana, excrecencia marginal de Barcelona, por donde se mueve el infortunado Fede Cortés, jubilado que se enrolla con facilidad con las mujeres de la limpieza que pasan por su casa, que hasta tiene la desdicha de casarse con una de ellas y tener que aguantar a los dos angelitos que tiene como hijos, una poetisa analfabeta que tiene el brazo picoteado por la jeringuilla y un chapero que, a punta de navaja, lo lleva al cajero para que le suelte la pasta. Y en ese universo canalla se mueven personajes tan variopintos como el brigada, secundario de lujo de la novela, al que en el barrio admiran porque disparó a la cabeza a un pobre delincuente que asaltó el bar del barrio, sujeto que se baña una vez a la semana, se acicala como puede los domingos con un traje sucio y arrugado, se va a comer a Casa Leopoldo y se encierra con una señorita en un hotel, rutina que repite semana tras semana y le hace sospechar a Fede que ese ritmo de vida le debe venir de algún golpe que dio el chusquero retirado y no de su parca pensión de militar, o el detective, el señor Búho, al que pone sobre la pista de su vecino militar y le escribe informes tan llenos de faltas ortografías que horrorizan al protagonista narrador.
En esta primera incursión en el género de moda Casamayor construye una novela modélica, muy amena, en donde los ambientes están perfectamente descritos con prosa visual y efectiva, la caracterización de los personajes es ejemplar, sin descuidarse de ninguno de ellos, y retrata, con acidez, pero también con una cierta ternura, esa vida de barrio marginal al que se ven abocados a vivir pensionistas a los que la mensualidad no les llega a final de mes y han de estar constantemente trampeando.
Casamayor hace buena, en su novela, esa teoría, esgrimida por muchos teóricos del género, de que nuestra novela negra arranca de la picaresca del Siglo de Oro, porque pícaros, con un endiablado sentido del humor negro, son todos los personajes que pueblan La sopa de Dios.
José Luis Muñoz

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