EL RELATO

"Vía muerta" resultó premiado como finalista en la tercera edición del Concurso Literario Fiesta Mayor de Gracia (el barrio barcelonés de mi infancia) del año 2006. Resulta oportuna su publicación en el blog, prevista de antemano, ya que coincide con mi premio literario y el lamentable suceso, grabado en video, de la agresión racista en los Ferrocarrils de la Generalitat que comento en el apunte. Esta entrega del blog parece un monográfico contra la intolerancia si añadimos que el extradordinario poemario de José Luis de Juan VERSIÓN DEL ESTE también nos remite a esa época oscura en algunas de sus composiciones. Las fotos, que tomé en Dachau hace dos años, me sirvieron para sumergirme en EL MAL ABSOLUTO. El relato VÍA MUERTA es muy anterior a mi novela, pero responde al mismo horror ante una pregunta, sin respuesta racional, al mayor crimen de la Humanidad: El Holocausto.
El libro, en el que figura mi relato, que recoge a los autores galardonados en las tres últimas ediciones, lo edita el Centre Moral Instructiu de Grácia, se imprimió en el 2007 y va por la segunda edición.

VÍA MUERTA
texto y fotos José Luis Muñoz

"Estaba tumbada en el suelo, con la cabeza pegada a la rendija y la boca llena de paja, aspirando con ansiedad el aire tibio de la mañana, de la misma forma que el pez en un estanque pútrido se asoma a la superficie a dar boqueadas porque no queda oxígeno en su hábitat. Yo era ese pez. Un pez de catorce años, escuálido y sucio, amorrado a la rendija, con los ojos fijos en la vía muerta.
Lo de la señora Wademmayer fue un mal presagio, como el viento que precede a la tormenta. Yo apreciaba a la señora Wademmayer, me gustaba cómo olían sus manos al anís que ponía en los dulces que amasaba, el aspecto de sus carnes hinchadas que impedían discernir sus arrugas, el volumen irreal de sus senos y nalgas que mal disimulaban sus batas de pastelera. La señora Wademmayer, que nos conocía de toda la vida, que me saludaba todas las mañanas al verme salir por la puerta de nuestra vieja casa de Luckenwalde, comenzó de repente a girar la cabeza, a ignorarnos, a negarnos el saludo, como si no nos conociera, y a impedir que Carlota, su hija de coletas rubias, jugara a la comba conmigo. La señora Wademmayer sólo fue el principio, pero luego vinieron cosas peores hasta llegar al vagón, hasta tomar este tren.
Recuerdo cuando nos obligaron a todos a cosernos en el pecho la estrella de David. Vino el burgomaestre a casa, el señor Otto Böele, que siempre estaba borracho de cerveza y debía arrimarse a las paredes para no perder el equilibrio, acompañado de dos policías, y yo los vi discutir con papá desde lo alto de la escalera en donde solía esconderme cada vez que venía alguna persona mayor a visitarnos y no quería que me descubrieran. Luego alguien pintó con brochazos negros la estrella de David en la puerta de nuestra casa. Y una noche nos apedrearon todas las ventanas unos miembros de las S.A. Nadie quiso venderle cristales a mi padre, como si su dinero no tuviera ningún valor.

El invierno era crudo y dormíamos todos juntos, tiritando, en la misma cama, yo entre padre y madre. A mí me gustaba dormir con ellos, me sentía protegida, pese a que padre roncaba. Cuando madre y yo ya habíamos ganado el sueño y nos fundíamos en un caluroso abrazo, él comenzaba su sinfonía de ronquidos, primero suaves, luego más agudos, finalmente roncos, recorriendo todas las escalas, hasta la apoteosis final, que era como una enorme explosión que le despertaba a él mismo.
Hacía semanas que ya no iba al colegio porque una niña judía era algo sucio que no se podía mezclar con los demás, y los niños y niñas que antes jugaban conmigo me rehuían, me insultaban, hasta me agredían, y los que hasta hacía muy poco habían sido mis amigas me susurraban al oído: "perra judía", y se alejaban riendo. Y de este modo, yo, la perra judía, me encerré en casa, con mis juegos, con mis libros, sin entender la extraña situación en qué vivíamos, contemplando a padre y a madre que se miraban entre si con expresión de creciente angustia a medida que los días transcurrían y la situación se enrarecía. Habíamos empezado a oír cosas poco agradables, que empezaban a deportar a los judíos, que comenzaban a echarlos de sus casas y trasladarlos a otras partes del país, a confinarlos en guetos, como apestados.
Aquella noche no podía dormir de frío. El viento silbaba en la calle como un gemido agónico, arrastrando papeles, arremolinando las hojas caídas de los árboles, y se metía por entre los cartones que padre había colocado en las ventanas en lugar de los cristales. Nos sobresaltó un ruido parecido a una explosión que cortó en seco los ronquidos de padre. Alguien abrió a hachazos la puerta y, antes de que nos diéramos cuenta, las pisadas de las botas de los S.S. irrumpieron en el dormitorio y las luces de sus linternas iluminaron nuestras caras aterrorizadas.
No vi sus expresiones, sólo botas, cascos relucientes, bocachas de armas amenazadoras, correajes de los que pendían puñales, labios finos firmemente cerrados sobre mandíbulas cuadradas. Bajamos con lo puesto, salimos a la calle y a trompicones nos introdujeron en un camión. Al partir levanté la vista y estoy segura de que vi el visillo de la ventana de la señora Waddemmayer correrse y juraría que ella permanecía impasible tras él, contemplando como los soldados se llevaban a sus vecinos, como clausuraban la puerta de nuestra casa clavando dos tablones en forma de aspa. Luego el tren.
No había viajado en tren desde el verano del 38, cuatro años antes de que comenzara la guerra, un viaje que hice a Berlín en compañía de mi padre. Y ahora estaba de nuevo en un tren, muy distinto del lujoso tren de pasajeros, un tren de ganado, al que subimos empujados por los fusiles de los soldados, en el que nos apelotonamos sobre un lecho de paja entre cientos de forzados viajeros de todas las edades y condiciones. Ya había mucha gente allí dentro, y aún entró más, tanta que perdí la mano de mi padre, que casi fui aplastada, arrastrada hasta el fondo del vagón, justo hasta donde había una rendija, entre dos tablones que no ajustaban, no más ancha que el perfil de una mano, que me permitía respirar, ver lo que sucedía en el exterior, suprimir mi entorno si era capaz de concentrarme en aquel pequeño rectángulo de aire y color y olvidarme de la negrura, el mal olor y el rumor continuo de bestias encerradas que me rodeaba. Estuvimos parados horas enteras, bajo el calor sofocante, y el vagón hedía peor que los vagones que transportaban ganado. No me imaginaba que la gente hacinada llegara a oler tan mal. Olía a orina, olía a mierda, olía a podredumbre, a todas las escalas del miedo, y yo me sentía morir entre náuseas.
El tren arrancó despacio y para mí fue un momento de felicidad. Vi pasar el paisaje por la pequeña rendija, apliqué la boca a ella y me llené los pulmones del aire del campo. Cruzamos campiñas, atravesamos montañas, descendimos a valles, pasamos, sin detenernos, por ciudades brumosas cubiertas de humo, nos detuvimos en extrañas estaciones en donde invariablemente se oían los gritos secos de los soldados. Se hizo de noche, y el tren seguía su curso incierto hacia no se sabía dónde. Cientos de personas deberían separarme de padre y madre, un muro de carne infranqueable y extraño que seccionaba el cordón umbilical que siempre me había mantenido unida a ellos. ¿Nos expulsaban de Alemania? ¿Nos iban a dejar en la frontera de Polonia? Padre tenía familiares en el país vecino, en el barrio judío de Lodz, que nos alojarían como habíamos hecho nosotros cuando ellos vinieron a visitarnos hacía tres años. Nos volveríamos a reunir en cuanto parara el tren y se abrieran sus puertas, me dije para tranquilizarme.
A media noche estaba tan rendida que dormí, dormí casi tan bien como dormía en mi casa, y soñé que aquella paja infecta llena de pulgas que saltaban sobre mis piernas y mis brazos, era el mullido lecho paterno, que aquellos hombres y mujeres extraños, a los que no podía ver, dada mi inmovilidad y la oscuridad reinante, de los que sólo sentía la proximidad animal de sus cuerpos y sus olores profundos, eran padre y madre.
Me despertó el frío. Entraba el aire helado del amanecer por la rendija y enfrente sólo veía un entramado de vías muertas, sobre una de las cuales estaba el vagón. Nos habíamos detenido, quizá llevábamos horas parados. Estaba tumbada cuán larga era y me podía mover sin dificultad, sin tropezar con la espalda, las piernas o la cabeza de un forzado pasajero. El vagón estaba a oscuras, cerrado, olía mal, hedía, como cuando el retrete de nuestra vieja casa se atascaba, pero estaba vacío y me impresionaba su silencio. Llegué a tientas hasta la puerta. Estaba cerrada y no había fuerza humana que pudiera deslizar los cerrojos. Volví a mi rendija, me acurruqué frente a ella, oteé el desolado paisaje de vías muertas y de matojos quemados y agucé el oído para escuchar algún sonido, pero sólo oí el ulular del viento.
Tardé unas horas en darme cuenta de que no estaba sola. Había una mujer tendida en el centro del vagón, un bulto cubierto con pañolones, alguien a la que tal vez
también habían olvidado al desalojar el vagón. La toqué, tras llamarla y no obtener respuesta, y retiré presta la mano en cuanto rocé su piel horriblemente fría.
Estaba muerta. Me alejé en silencio, temblando, mientras en mi cerebro se agolpaban imágenes de carne corrupta y manadas de ratas que daban cuenta de ella. Me acurruqué junto a la rendija, apliqué la boca y la nariz a la hendidura, aspiré con fuerza todo el aire que pude y di la espalda a la realidad tenebrosa.
¿Cómo he aguantado tantos días sin enloquecer? Paseando. He recorrido el vagón de punta a punta, he medido los pies que hace, y luego he hecho lo mismo a lo ancho. Escribiendo. Ya había escrito contando cómo me insultaban los niños de la escuela y sentía un cierto alivio en ello, como si con la pluma expulsara el dolor de mi cuerpo y lo transmitiera al texto. Encontré unas hojas de papel perdidas, de alguien que las había dejado caer, y un lápiz sin apenas punta, cuya mina hice emerger a fuerza de
dentelladas. Y pasé de puntillas sin respirar, por encima del cadáver, sin aspirar su olor a descomposición, sin oír el revoloteo de las moscas ni el hervor de los larvas en sus carnes. No existe, me dije. Y en la rendija, acoplada a ella, iluminada por la luz que entra por ella, escribo esto, mi breve historia de niña judía que se altera el día que la señora Waddemmayer deja de mirarnos a la cara, de saludarnos, y le prohíbe a su hija Carlota que juegue conmigo.
Deseo que me encuentren. Rezo a Yahvé para que así sea. Tengo hambre y sé que podría comer el papel que he emborronado con el lápiz. Podría también comer esa infecta paja que lo cubre todo, como hace el ganado, o podría comerme las uñas, que tengo largas y cuidadas, o comer mi propia carne, un trozo de mi muslo grueso, que no ha adelgazado como el resto de mi cuerpo, si llegara a él con mi boca, como las contorsionistas del circo al que me llevaba padre. Se me ocurren tantas cosas, tan dispares y absurdas como cuando padre me daba a probar licor en días señalados.
Un día se cumplen mis deseos. Alguien abre la puerta del vagón y una bocanada de luz y buen olor me sacude y me hace incorporar, lo justo para vez la silueta de un oficial alto y apuesto, con gorra de oficial, que se acerca a mí, con un pañuelo perfumado tapándole la nariz, y me sonríe mientras me toma de la mano.
-Pero, ¿qué haces aquí, pequeña? ¿Nos hemos olvidado de ti? Ven, vamos. Debes tener hambre.
Yahvé me ha escuchado y voy hacia la luz, de la mano de ese soldado alemán que considero mi salvador. Es como los soldados de la propaganda nacionalsocialista, como los que aparecen en pasquines instando al alistamiento, como los tallados en piedra y exhibidos en parques, fuertes y terribles con el enemigo, pero al mismo tiempo dotados de una exquisita ternura hacia los niños. Me besa, y el suyo es el beso de un soldado bien comido, que huele a café con leche, que lo primero que hará será darme un gran tazón de leche caliente y una tarta de ciruelas. Me palpa el cuerpo, bajo los harapos hediondos, y su decepción se transmuta cuando llega a mis muslos escuálidos..."
David Hoffman dobla con cuidado el texto anónimo que encontró fortuitamente, sepultado en la paja, borroso, lo lleva junto a su corazón, mientras el tren galopa y se adentra en la noche. Intenta dormir, ajeno al mal olor, a los cuerpos que se aprietan contra el suyo, pegado a la rendija por la que aspira el aire vivificante de la noche. David Hoffman se abraza a los muslos helados de su mujer que yace junto a él.
-¿Adónde nos llevan?
-A Lodtz, seguramente.
-¿Y ese papel?
-Algo que he escrito.
-¿Para quién?
-Para nadie.

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