EL VIAJE

Publicado en la revista Penthouse num. 208 o6/95
ISLAS CÉLEBES: LOS TORAJA
texto y fotos de
José Luis Muñoz

Todo son especulaciones acerca de la procedencia de los toraja, uno de los grupos étnicos más importantes y singulares que habita en la isla de Célebes, ahora Sulawesi, la de contornos más caprichosos del dilatado archipiélago indonesio- no se ponen de acuerdo si son doce o trece mil islas las que lo componen - pero todos los indicios hacen suponer que dicho pueblo procedente de los contrafuertes del Himalaya y,por lo tanto, pueblo de montaña, se echó a la mar hace ciento de años y arribó a las costas de Célebes, optando por establecerse lejos del mar, en las montañas, circunstancia que les hizo perder el control de la isla en favor del pueblo de los buguis,un pueblo malayo que se estableció con posterioridad y se afincó en el litoral.
Los toraja, como sus vecinos dayak de Borneo, eran un pueblo guerrero, muy temido. Sus habilidades como cazadores de cabezas sobrepasaban el ámbito del archipiélago indonesio. La respetabilidad de un toraja se medía por el número de cabezas cortadas; un toraja no podía contraer matrimonio si no había cercenado el cuello de un número considerable de enemigos. Las ultimas cabezas que se cortaron en la zona fue hace cincuenta años; de hecho, la calavera e alguna de ellas aún adorna hoy la fachada de casas toraja del interior como macabro recuerdo de tiempos no tan lejanos.

Pero no son sus rituales atroces de antaño lo que hace de los toraja un pueblo atractivo para el turismo, sino sus curiosísimas construcciones. Las viviendas son únicas en el mundo. En forma de barco, en recuerdo del viaje que les llevó de la lejana China a su Indonesia actual, y orientadas siempre de Norte a Sur, sus viviendas multifamiliares están construidas sin utilizar ni un sólo clavo, con las piezas de madera ensambladas perfectamente, tienen techumbre de palma - aunque la uralita, desgraciadamente, se está imponiendo - y están ornamentadas con gran profusión de cuernos de búfalo, siendo su número un indicador de la categoría social de su habitante. En la ornamentación de sus viviendas sólo emplean tres colores básicos: el rojo de la sangre, el blanco del espíritu y el negro de la muerte. En la planta baja de la vivienda, abierta a los cuatro vientos, los toraja guardan su ganado, preferentemente el búfalo de agua, su animal totémico, un bóvido impresionante de terrible aspecto pero carácter pacífico, que es un auxiliar imprescindible en el arado de los arrozales, pero también suelen tener gallinas, cerdos y otros animales domésticos, así como perros. En la primera planta está la cocina y los dormitorios. Y en la última, junto al techo en forma de barco, se guardan las reliquias familiares.

Los toraja no celebran ni los nacimientos ni las bodas, que como casi en todo Oriente son concertadas por los padres de los contrayentes - afirman que ese sistema resulta infalible, que el amor vendrá con el roce diario, y alardean que el número de fracasos matrimoniales es irrelevante si se compara con países occidentales en donde los contrayentes se conocen antes del matrimonio y deciden libremente su boda -, pero en cambio se vuelcan literalmente en celebrar los funerales, la ceremonia social más importante y que, junto a su peculiar arquitectura, constituye el reclamo turístico de las Célebes.

Cuando un toraja fallece no está oficialmente muerto sino enfermo y, por tanto, no se le entierra sino que se le mantiene amortajado en la última planta de la vivienda y se le provee de comida y bebida. A veces estos cuerpos momificados permanecen varios años en el interior de las viviendas hasta que los familiares del difunto acuerdan los términos de la ceremonia funeraria, es decir, el número de personas que serán invitadas, los días que durarán los actos, los búfalos y cerdos que serán sacrificados en su honor, etcétera. Una vez alcanzado el acuerdo se celebra el funeral en un escenario habilitado para tal fin y cercado por tribunas de bambú que construyen los familiares y amigos del difunto en un calvero de la jungla. De las aldeas vecinas acuden los invitados, a cientos, portando sus presentes al difunto, que pueden ser enormes cerdos atados a cañas de bambú o los gigantescos búfalos de agua. Se bebe, se come y se baila. Una cohorte de plañideras, con los rostros profusamente pintados de colores chillones, danza de forma desmañada mientras familiares y amigos, vestidos de negro - no hay que olvidar que los toraja con cristianos católicos, fe a la que accedieron gracias a los misioneros portugueses y españoles venidos de la cercana Filipinas, mientras sus vecinos buguis profesan la fe musulmana -, rinden homenaje al difunto y dan el pésame a los hijos. El momento culminante de la ceremonia tiene lugar cuando se practican los sacrificios rituales. Antiguamente eran esclavos o prisioneros de guerra los que eran decapitados en estas ceremonias, pero hoy son los cerdos y los búfalos quienes han tomado el relevo a los humanos. Un día se practica la matanza de cerdos, decenas de ellos son sacrificados, sus cuerpos descuartizados y su carne repartida entre los asistentes, y al día siguiente le toca el turno a los impresionante búfalos de agua de los que sólo quedará en el calvero, junto al poste de los sacrificios, lagunas de sangre y su cornamenta que irá a engrosar la ristra de triunfos que adornan los pórticos de las casas toraja. Celebrado el funeral se considera oficialmente muerto al difunto y se le sepulta.

Los enterramientos de los toraja pueden ser de tres clases. La gente más pobre es sepultada en una de las innumerables rocas oscuras que sobresalen de los arrozales y que también son utilizadas como secaderos de ropa. Es frecuente sepultar al difunto, metido en un sarcófago de madera con la característica forma de barco de sus viviendas, en alguna de las cuevas naturales que abundan en la región. Pero lo más espectacular es cuando se decide darle sepultura en los alto de una de las paredes de roca cortadas a pico de los frecuentes barrancos. Con paciencia se excavará en la roca un orificio cuadrangular y profundo y, una vez terminado, el sepulturero izará el cadáver, colgado a su espalda o metido en el interior de un enorme junco, hasta el nicho. Después de introducido el cadáver se sellará la entrada y se colocará delante una escultura funeraria de madera, una réplica inquietante del fallecido en la que el tallista funerario ha venido trabajando meses antes de la ceremonia y tomando como modelo fotografías del finado.

Hoy los toraja son un pueblo afable y hospitalario que recibe con simpatía a los extranjeros. Viéndolos, nadie diría que,en otros tiempos, aterrorizaran a sus vecinos con las razzias y que hacían de la decapitación uno de sus ejercicios favoritos. Los toraja son laboriosos campesinos, dedicados por entero al cultivo del arroz. Cuidadas terrazas, como las de la cercana Bali, tapizan sus montañas y rellenan sus valles. En Tana Toraja se puede ver el arroz en todos sus estadios, desde el campo inundado en donde chapotean los patos, hasta los verdes arrozales de larguísimos tallos capaces de ocultar a todo un ejército. La siembra, la recolección y el desgrane del arroz,cuyos excedentes irán a parar a Borneo, Irian Jaya y a algunas regiones de Malasia, son un espectáculo habitual para quien circule por las carreteras de la región, y en su proceso intervienen hombres, mujeres y niños. Es lo único que deben cultivar, pues el café, el cacao, los plátanos, los cocos y multitud de especias surgen por generación espontánea, sin especiales cuidados, en los bosques que pueblan las montañas de la región y abastecen de frutas los coloristas mercados de Rantepao y Makale, sus dos ciudades mas importantes, centro de negocios y capital administrativa respectivamente.

Una excursión por las montañas de arroz de Tana Toraja no puede dejar de lado el poblado de Batutumonga, uno de los más bellos y elevados de la región, desde dónde se obtiene una panorámica espectacular de la isla. Descender por los pendientes caminos, atravesar las pequeñas aldeas, alternar con los amables campesinos, siempre abiertos al diálogo, asistir al secado del cacao, a la forja de espadas o, simplemente, jugar con las bandadas de niños que te salen al encuentro pidiéndote bombones, caramelos o azúcar, transporta al viajero a otro siglo, a una sociedad rural enclavada en los confines del mundo y que respira con un ritmo diferente. Es éste un Oriente rural y nada sofisticado, sin especiales monumentos artísticos, sin refinados bailes ni apasionantes zocos. Su mayor atractivo lo constituyen sus gentes en perfecta armonía con la suavidad y belleza del paisaje.

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