ZONA ERÓGENA

La Pili hacía un instante que me había dejado colgada en la calle. Me dijo, antes de marchar, con su ceceo andaluz que ella exageraba aún más, pues afirmaba que le daba un buen resultado con la clientela
del tercio inferior de la Rambla, que estaba hasta los mismísimos ovarios del frío que estaba haciendo aquella noche y que se iba a su camita, con su gato y su canario, a los que hacía días que no veía por el tráfago de noches pasadas, y yo la vi desaparecer, meneando su trasero, por la acera izquierda de la Rambla hacia la calle Conde del Asalto.

-¿Me da fuego, señorita?
Lo miré. Era un tipo insignificante y bastante desaseado. Comenzaba a estar harta de esa clase de individuos que te hacían perder tiempo, se limitaban a rondarte, devorándote una y otra vez con la mirada, repasándote de pies a cabeza, para luego desaparecer sin hacerte una proposición concreta.
- El fuego lo tengo aquí,
entre las piernas – y me pasé la mano con osadía por la ingle ceñida por el corto pantalón que se ajustaba a mi trasero como una media.

-¿Cuánto?
-¿Cuánto qué?
-Pues por follar.
Le volví a mirar. Era pequeño, delgado y el poco pelo que se asentaba sobre su cráneo estaba saturado de gomina que impediría la caída de la caspa sobre sus hombros. Debía de tener las uñas de las manos largas, el pecho sin pelo y el pito pequeño.
- Un polvo, seis; un francés, cuatro; el griego, diez.
- Bueno.
Suspiré y le cogí del brazo. Me avergonzaba bastante que alguien me viera en compañía de ese retaco.
Le sacaba toda la cabeza, y él, con la suya, apenas si me llega a la altura de las tetas. Tomamos la calle Fernando y pasamos por delante de la Plaza Real. Nos habían cerrado las pensiones de la parte baja de las Ramblas, que tan bien nos iban para desempeñar nuestro oficio, por eso de lavar la cara a la ciudad, como si nosotras fuéramos unas apestadas, y nuestra zona de operaciones se extendía ahora por los aledaños del Ayuntamiento y de la Generalitat. La culpa de todo la tenían esas malditas Olimpiadas, de las que empezábamos a estar hasta el moño, y ese deseo de nuestro alcalde de poder ofrecer la imagen
de una Barcelona limpia y sin putas a nuestros visitantes del 92.


- Oye -le dije, echando una mirada a un bar que estaba abierto- ¿Me invitas a una copita antes del clavo?
Movió la cabeza. Comenzaba a caerme simpático aquel enano. Podías hacer con él lo que se te antojara y ordeñarle toda la pasta que te viniera en gana. El bar era una cutrería. Olía a vino, a vómitos, a orina, porque la puerta del lavabo no encajaba bien del todo, y sobre todo a humo. Estaba repleto, quizá porque la noche era muy fría, y allí había de todo, desde borrachos en situación terminal, a mitad de su vía crucis nocturno por todas las tabernas de la zona,
a putas cansadas de hacer la acera, algún que otro marino y un par de macarrillas de patillas largas y zapatitos de charol.

-Pepe -le grité al del mostrador, cogiéndole del brazo-. Un moriles para mí, ¿y el señor?
-Otro -dijo en voz bajita.
-Dos moriles.
El del mostrador se deshizo de mi mano con malos modos.
-No me llamo Pepe, guapa- y fue a por la botella y las copas.
Alguien había puesto un disco en la máquina, de los Chunguitos, y a mí me bullía la sangre por dentro mientras comenzaba a zapatear sobre el suelo enharinado de serrín del tugurio y a menear el trasero.

-Me pirran los Chunguitos. Ni Madonna ni el negro ese que cada vez está más blanco. ¿Cómo se llama? Lo tengo en la punta de la lengua.
El cliente enano tampoco estaba muy al día de la música moderna.Bebimos los moriles y entonces, más entonados, seguimos por la calle Fernando hasta la calle Aviñó. 

-Aquí es -le dije sacando una llave de mi bolso, metiéndola en la cerradura de una puerta renegrida y dando un par de vueltas-. Ayúdame a empujar, que va un poco fuerte.
Busqué a tientas el interruptor y di la luz. Miré al hombrecillo y me pasé la mano por la cabellera.
- Es el cuarto piso. Es un poco jodido por las escaleras, pero cuando lleguemos arriba te vas a morir de gustito, jodío.

Decidí animarle antes de iniciar la escalada. Abrí la bragueta de su pantalón, metí mi mano y se la estuve acariciando un buen rato hasta conseguir un tamaño aceptable.
- No sigo porque luego no cumples.
Iniciamos el ascenso de la escalera. Yo iba delante y notaba cómo mi diminuto cliente jadeaba detrás de mí y de vez en cuando pasaba, como quien no quería la cosa, la mano por mi trasero.
Al abrir la puerta de la casa salió como una exhalación, pasando encima de mis zapatos, el gato de la vecina, dándome un susto de mil demonios. Pasamos adentro, cerré la puerta de golpe, con la pierna, y llevé a mi cliente hasta la habitación. La cama estaba revuelta, tal como la había dejado aquella tarde al levantarme, y el suelo aparecía tapizado por ropa interior de varios días que metí a puntapiés bajo la cama. Sobre la mesita, junto a la luz apagada de una lámpara, había una cajita abierta de preservativos.
-Póntelo, pónselo -le dije, señalándolos-. Menuda murga que están dando con el asunto. Van a acabar por arruinarnos.

Le dejé a solas en el dormitorio mientras iba al lavabo, me cepillaba los dientes, me desnudaba y me envolvía en un albornoz blanco. Cuando regresé, el tipejo estaba en cueros en medio del dormitorio y trataba de encajar un preservativo rosado en el miembro sin demasiada fortuna.
-Tienes que estar un poco más animado -le dije, abriéndome el batín y dejando caer al suelo mi albornoz.

La visión de mis tetas, grandes y juntas, que yo llevé hasta su boca para que las chupara, operó el milagro sobre su miembro y el condón se adaptó entonces perfectamente.
-¿Te apetece el griego? -le dije, mientras le manoseaba y le mordía las tetillas con un entusiasmo mil veces ensayado.
-No lo he probado nunca - dijo, con un hilillo de voz.
-Te gustará. Tengo un culo soberbio -y para dar más énfasis me propiné una sonora palmada que hizo vibrar mis nalgas-. Me tiendo en la cama, con las piernas apoyadas en el suelo, y tú entras las veces que te parezca hasta que te corras. No hay ningún peligro con el preservativo.
Movió la cabeza sin mucho convencimiento. Estaba como asustado. Si le hubiera dicho que se tirara por el balcón a la calle lo hubiera hecho sin ninguna duda. Yo me tumbé en la cama, aparté ligeramente la braguita con los dedos y esperé su alojamiento.
- ¿No te quitas las bragas?- preguntó él extrañado, agarrándome por los pechos mientras su pene trataba de encajarse entre mis nalgas.
- No es necesario. El roce de la ropa contra tu polla te pondrá a cien. Adelante.
No estaría mucho rato. Notaba que se iba a correr rápido porque cada vez los achuchones que me propinaba en las tetas eran más vehementes y todo él temblaba contra mi trasero. Yo comenzaba a tener sueño y no veía llegada la hora en que el enano aquel acabara de una vez por todas para coger la cama y poner una película de Cary Grant en el vídeo, que ése sí que era todo un señor.
-Ya llego, ya llego -me dijo, entusiasmado, y yo, para complacerle, empecé a mugir un poquito más fuerte de lo que mugía él y a mover el culo como si estuviera endiablada y me estuvieran metiendo un hierro candente. Le acompañé hasta la puerta cuando se hubo vestido, tras guardar el dinero
en el bolso, y le despedí con un sonoro beso en la calva.

-Hasta otra, cariño -le dije a modo de adiós. Luego, antes de meterme en la cama, me miré en el espejo del cuarto de baño y me pasé la mano por la cara. Desistí de afeitarme pese a que mis mejillas no eran precisamente de terciopelo. No eran horas de andar despertando a los vecinos con el estruendo de la maquinilla eléctrica. Volví a la habitación y me puse en el vídeo "La fiera de mi niña". Cómo me gustaba el Cary Grant ese, tan guapo y tan arreglado siempre, y esa pelirroja delgaducha que siempre salía con él. Aquellos sí que eran buenos actores, los mejores. Y mientras veía la película por octava vez me dispuse a devorar una bolsa de pipas.
JOSÉ LUIS MUÑOZ,
XII Premio de Literatura Erótica La Sonrisa Vertical
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