ZONA ERÓGENA

Publicado en la revista Interviú número 771 / 12-02-1991
ANTES DE DORMIR
La Pili hacía un instante que me había dejado colgada en la calle. Me dijo, antes de mar­char, con su ceceo andaluz que ella exageraba aún más, pues afirmaba que le daba un buen resultado con la clientela del tercio inferior de la Rambla, que estaba hasta los mismísimos ovarios del frío que estaba haciendo aquella noche y que se iba a su camita, con su gato y su canario, a los que hacía días que no veía por el tráfago de noches pasadas, y yo la vi desaparecer, meneando su trasero, por la acera izquierda de la Rambla hacia la calle Conde del Asalto.
-¿Me da fuego, señorita?
Lo miré. Era un tipo insigni­ficante y bastante desaseado. Comenzaba a estar harta de esa clase de individuos que te ha­cían perder tiempo, se limita­ban a rondarte, devorándote una y otra vez con la mirada, repasándote de pies a cabeza, para luego desaparecer sin hacerte una proposición concre­ta.
- El fuego lo tengo aquí, entre las piernas – y me pasé la mano con osadía por la ingle ceñida por el corto pantalón que se ajustaba a mi trasero co­mo una media.
-¿Cuánto?
-¿Cuánto qué?
-Pues por follar.
Le volví a mirar. Era peque­ño, delgado y el poco pelo que se asentaba sobre su cráneo es­taba saturado de gomina que impediría la caída de la caspa sobre sus hombros. De­bía de tener las uñas de las ma­nos largas, el pecho sin pelo y el pito pequeño.
- Un polvo, seis; un francés, cuatro; el griego, diez.
- Bueno.
Suspiré y le cogí del brazo. Me avergonzaba bastante que alguien me viera en compañía de ese retaco. Le sacaba toda la cabeza, y él, con la suya, ape­nas si me llega a la altura de las tetas. Tomamos la calle Fer­nando y pasamos por delante de la Plaza Real. Nos habían cerrado las pensiones de la par­te baja de las Ramblas, que tan bien nos iban para desempeñar nuestro oficio, por eso de lavar la cara a la ciudad, como si no­sotras fuéramos unas apesta­das, y nuestra zona de opera­ciones se extendía ahora por los aledaños del Ayuntamiento y de la Generalitat. La culpa de todo la tenían esas malditas Olimpiadas, de las que empezábamos a estar hasta el moño, y ese deseo de nuestro alcalde de poder ofrecer la imagen de una Barcelona limpia y sin pu­tas a nuestros visitantes del 92.
- Oye -le dije, echando una mirada a un bar que estaba abierto- ¿Me invitas a una copita antes del clavo?
Movió la cabeza. Comenza­ba a caerme simpático aquel enano. Podías hacer con él lo que se te antojara y ordeñarle toda la pasta que te viniera en gana. El bar era una cutrería. Olía a vino, a vómitos, a orina, porque la puerta del lavabo no encajaba bien del todo, y sobre todo a humo. Estaba repleto, quizá porque la noche era muy fría, y allí había de todo, desde borrachos en situación termi­nal, a mitad de su vía crucis nocturno por todas las taber­nas de la zona, a putas cansa­das de hacer la acera, algún que otro marino y un par de macarrillas de patillas largas y zapatitos de charol.
-Pepe -le grité al del mos­trador, cogiéndole del brazo-. Un moriles para mí, ¿y el se­ñor?
-Otro -dijo en voz bajita.
-Dos moriles.
El del mostrador se deshizo de mi mano con malos modos.
-No me llamo Pepe, gua­pa- y fue a por la botella y las copas.
Alguien había puesto un dis­co en la máquina, de los Chunguitos, y a mí me bullía la san­gre por dentro mientras co­menzaba a zapatear sobre el suelo enharinado de serrín del tugurio y a menear el trasero.
-Me pirran los Chunguitos. Ni Madonna ni el negro ese que cada vez está más blanco. ¿Cómo se llama? Lo tengo en la punta de la lengua.
El cliente enano tampoco es­taba muy al día de la música moderna.Bebimos los moriles y enton­ces, más entonados, seguimos por la calle Fernando hasta la calle Aviñó.
-Aquí es -le dije sacando una llave de mi bolso, metién­dola en la cerradura de una puerta renegrida y dando un par de vueltas-. Ayúdame a empujar, que va un poco fuer­te.
Busqué a tientas el interrup­tor y di la luz. Miré al hombre­cillo y me pasé la mano por la cabellera.
- Es el cuarto piso. Es un poco jodido por las escaleras, pero cuando lleguemos arriba te vas a morir de gustito, jodío.
Decidí animarle antes de ini­ciar la escalada. Abrí la bragueta de su pantalón, metí mi mano y se la estuve acariciando un buen rato hasta conseguir un tamaño aceptable.
- No sigo porque luego no cumples.
Iniciamos el ascenso de la es­calera. Yo iba delante y notaba cómo mi diminuto cliente ja­deaba detrás de mí y de vez en cuando pasaba, como quien no quería la cosa, la mano por mi trasero.
-No seas pillín, no seas pi­llín. Esas manitas quietecitas.
Al abrir la puerta de la casa salió como una exhalación, pa­sando encima de mis zapa­tos, el gato de la vecina, dándo­me un susto de mil demonios. Pasamos adentro, cerré la puerta de golpe, con la pierna, y llevé a mi cliente hasta la ha­bitación. La cama estaba re­vuelta, tal como la había deja­do aquella tarde al levantarme, y el suelo aparecía tapizado por ropa interior de varios días que metí a puntapiés bajo la cama. Sobre la mesita, junto a la luz apagada de una lámpara, había una cajita abierta de pre­servativos.
-Póntelo, pónselo -le dije, señalándolos-. Menuda murga que están dando con el asunto. Van a acabar por arruinarnos.
Le dejé a solas en el dormito­rio mientras iba al lavabo, me cepillaba los dientes, me desnu­daba y me envolvía en un al­bornoz blanco. Cuando regre­sé, el tipejo estaba en cueros en medio del dormitorio y trataba de encajar un preservativo ro­sado en el miembro sin dema­siada fortuna.
-Tienes que estar un poco más animado -le dije, abrién­dome el batín y dejando caer al suelo mi albornoz.
La visión de mis tetas, grandes y juntas, que yo llevé hasta su boca para que las chupara, operó el milagro so­bre su miembro y el condón se adaptó entonces perfectamente.
-¿Te apetece el griego? -le dije, mientras le manoseaba y le mordía las tetillas con un entusiasmo mil veces ensayado.
-No lo he probado nunca - dijo, con un hilillo de voz.
-Te gustará. Tengo un culo soberbio -y para dar más én­fasis me propiné una sonora palmada que hizo vibrar mis nalgas-. Me tiendo en la ca­ma, con las piernas apoyadas en el suelo, y tú entras las veces que te parezca hasta que te co­rras. No hay ningún peligro con el preservativo.
Movió la cabeza sin mucho convencimiento. Estaba como asustado. Si le hubiera dicho que se tirara por el balcón a la calle lo hubiera hecho sin nin­guna duda. Yo me tumbé en la cama, aparté ligeramente la braguita con los dedos y esperé su alojamiento.
- ¿No te quitas las bragas?­- preguntó él extrañado, agarrándome por los pechos mien­tras su pene trataba de encajar­se entre mis nalgas.
- No es necesario. El roce de la ropa contra tu polla te pondrá a cien. Adelante.
No estaría mucho rato. No­taba que se iba a correr rápido porque cada vez los achuchones que me propinaba en las te­tas eran más vehementes y to­do él temblaba contra mi trase­ro. Yo comenzaba a tener sue­ño y no veía llegada la hora en que el enano aquel acabara de una vez por todas para coger la cama y poner una película de Cary Grant en el vídeo, que ése sí que era todo un señor.
-Ya llego, ya llego -me di­jo, entusiasmado, y yo, para complacerle, empecé a mugir un poquito más fuerte de lo que mugía él y a mover el culo como si estuviera endiablada y me estuvieran metiendo un hie­rro candente. Le acompañé hasta la puerta cuando se hubo vestido, tras guardar el dinero en el bolso, y le despedí con un sonoro beso en la calva.
-Hasta otra, cariño -le dije a modo de adiós. Luego, antes de meterme en la cama, me mi­ré en el espejo del cuarto de ba­ño y me pasé la mano por la ca­ra. Desistí de afeitarme pese a que mis mejillas no eran preci­samente de terciopelo. No eran horas de andar despertando a los vecinos con el estruendo de la maquinilla eléctrica. Volví a la habitación y me puse en el vídeo "La fiera de mi niña". Cómo me gustaba el Cary Grant ese, tan guapo y tan arreglado siempre, y esa pelirroja delgaducha que siempre salía con él. Aquellos sí que eran buenos actores, los mejo­res. Y mientras veía la película por octava vez me dispuse a de­vorar una bolsa de pipas.
JOSÉ LUIS MUÑOZ,
XII Premio de Literatura Erótica La Sonrisa Vertical

Comentarios

Enrique García Ballesteros ha dicho que…
Lástima que no haya más relatos. Te invito a mi página.

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