LA PELÍCULA

Ahora que corren tiempos de revisionismo, que se lanzan, desde las cúpulas de determinados partidos y desde las redacciones de según qué medios de comunicación, directrices para revisar – eufemismo de falsear – la historia más reciente, películas como SALVADOR, de Manuel Huerga, son doblemente oportunas.

Quizá a alguien le flaquee la memoria, pero hace más de 30 años, en Barcelona, en uno de los tétricos habitáculos de la cárcel Modelo, Salvador Puig Antich, un joven libertario de apenas 26 años, fue uno de los dos últimos ajusticiados – el otro fue Heinz Chez, el de La Torna dels Joglars – por el salvaje método del garrote vil por el régimen franquista. En aquellos tiempos terribles de falta de libertades, los consejos de guerra, las detenciones arbitrarias, las palizas en las comisarías por parte de los sicarios de la BPS, los accidentes - como la defenestración del estudiante madrileño Enrique Ruano que conciencia al joven Salvador de la necesidad de la lucha contra la dictadura -, o una Universidad en permanente estado de excepción, asediada por unas fuerzas de orden público al servicio exclusivo del dictador, formaba parte de la cotidianidad de una sociedad muda sumida en el terror.

Manuel Huerga, animado por el productor Jaume Roures, ha llevado a la pantalla el fidedigno libro de Francesc Escribano que narra la infamia que supuso el asesinato de Salvador Puig Antich a manos de un consejo de guerra lleno de irregularidades de todo tipo y que no admitió pruebas de balística, partió de una autopsia dudosa del policía muerto en la refriega que se originó durante la detención del anarquista e hizo oídos sordos al Papa, a Willy Brandt y al doctor Puigvert, médico privado de Franco, que intercedieron por la vida del condenado a muerte. A Puig Antich, como reconoce el mismo en una de las impactantes escenas de la película, lo mató la bomba que puso fin a la vida de Carrero Blanco, pagó con su vida por un delito que no cometió, sufrió en sus carnes una muerte inhumana, pero, y ahí existe un lapso lamentable en la película, no sé si voluntario o no, murió también por la apatía de una izquierda que no hizo absolutamente nada por salvarlo, porque no era de los suyos, y ante la indiferencia general de una sociedad que el día que fue ajusticiado bailaba sardanas delante de la Catedral de Barcelona.

SALVADOR, pese a todo lo dicho, no es una película política sino un drama humano estremecedor que golpea la conciencia del espectador que la ve, conozca o no el sangriento episodio que recrea con minuciosidad de documentalista Manuel Huerga. Cada detalle de la película, hasta el más mínimo, está basado en la absoluta realidad. El director de ANTÁRTIDA, con una narrativa cinematográfica de una enorme agilidad y modernidad, utilizando texturas fotográficas diferentes según los episodios de la película, nos muestra el periplo personal de Puig Antich desde su toma de conciencia hasta su muerte.

Con una reconstrucción de época más que notable – las cargas de los grises a los manifestantes delante de la Universidad Central sólo pueden haber sido visualizadas de esa forma por alguien que estuvo allí -, un elenco coral de personajes perfectamente interpretados por sus actores sin que caigan en ningún momento ni el histrionismo ni en la lágrima fácil – Daniel Brühll, aunque físicamente no se parezca a Salvador Puig Antich, borda su personaje; pero casi mejor está Leonardo Sbaraglia, en el papel de carcelero que acaba entablando, pese a sus reticencias iniciales, una amistad con el condenado; o las actrices Bea Segura, Olalla Escribano, Carlota Olcina y Andrea Ros que interpretan a las hermanas de Salvador; o el elenco de los secundarios Joaquín Climent, Antonio Dechent y Carlos Fuentes que dan vida a los agentes de la BPS que lo detienen – y un ritmo narrativo apoyado por diversas partituras musicales de la época – Leonard Cohen, Georges Moustaki, Bod Dylan o Jethro Tull, y la omnipresencia de Lluis Llach con el tema actualizado que compuso en honor al joven Salvador – que se corresponden a otros tantos momentos de la narración – de una enorme sensibilidad la escena de amor entre Daniel Brühll e Ingrid Rubio subrayada por la música de Cohen -, la película de Manuel Huerga, prodigio de síntesis, emotividad y ritmo, bascula desde ese inicio festivo en donde unos inconscientes atracadores a lo Bonnie and Clyde no consiguen leer su manifiesto durante el primer asalto bancario porque se lo impiden sus propias carcajadas, a ese final oscuro y terrible que se dilata de forma exasperante – las manos de las hermanas que se funden con las de Salvador, animándole en el último momento; la hermana pequeña corriendo por la calle y cruzándose con el féretro de su hermano que sale de la cárcel modelo por una de las puertas; el padre de Salvador, un espléndido Celso Bugallo, hundido en su casa mientras por el televisor en blanco y negro actúa Peret, el gitano del régimen -, y termina con la, sin duda, la secuencia más dura de nuestro cine.

SALVADOR nace con una loable tarea: la de restituir la dignidad a un luchador antifranquista asesinado en un proceso injusto y reivindicar su memoria, y es un recordatorio de que estas cosas sucedían, no hace mucho, en este país que ahora es demócrata y parece no acordarse de que sufrió una dictadura durante cuarenta años. Alguien que se sentó en ese consejo de ministros que dio el enterado para que se ejecutara la pena de muerte de Salvador Puig Antich es, precisamente, el fundador del principal partido de la oposición que nunca ha abjurado de su franquismo y que ahora, en un ejercicio cínico, intenta minimizar lo que fue la brutal periodo de Francisco Franco.

SALVADOR es un recital de buen cine comprometido, con momentos de belleza convulsa y de enorme emotividad, y uno de los más feroces alegatos jamás filmados contra la barbarie de la pena de muerte.

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