DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 15 de agosto de 2011

Por suerte perdí la señal de la Sexta3. Así descanso de ver películas. Soy adicto al cine desde muy tierna edad y las culpables de esa dependencia lo saben y andan sueltas. Una la reencontré en el Café Salambó.
Un día extraño. El de hoy. Terminé una novela que se llama Lo que queda de nosotros (Ediciones Atlantis, 2011) de Francesca Valentincic (nunca vi apellido tan raro ahora que lo escribo) y empiezo otra que se llama Lo que fue de nosotros (Nuevos Rumbos, 2011) de Carlos Manzano, y juro que no fue premeditado. Y como no creo en las casualidades, máxime cuando tengo pendientes de leer unos cuarenta libros y he cogido exactamente uno que tiene un título casi idéntico al que acabo de dejar, creo que recibo un mensaje. Fenómenos paranormales aparte, ambas son dos buenas novelas. La de Carlos Manzano, confieso, la devoro. Adictiva. La empecé hoy y mucho me temo que antes de que acabe el día la termine.
Veo un documental sobre los aztecas al mismo tiempo que leo un mensaje de mi amiga pueblana, la pintora que vendrá un día desde su México al Valle para regalarme un sombrero panamá, su sonrisa y su mirada. A esa profesora le estaré siempre muy agradecido por las correcciones que me hizo en los diálogos de La Frontera Sur. Y además dice que la chiveo. Me gusta chivearla. El documental me recuerda que todavía tengo pendiente el último capítulo de Otumba. También me lo recuerda la pueblana.
No pasa nada en el mundo. O no me interesa lo que pasa salvo esa espantosa sangría de niños en el Cuerno de África que unos pocos aviones tratan de paliar. Una mujer que coge un saco de comida confiesa haber perdido seis hijos. Mundo.
No estoy para pensar en el mundo sino en la comida. Hago una comida especial, porque creo que hay que romper con las rutinas. La tortilla de patatas sale redonda, en todos los sentidos. El arroz con leche se me quema antes de que eche el arroz a la leche hirviendo. ¡Cómo es posible! Suerte que todavía me queda ese estupendo bizcocho del que di buena cuenta esta mañana con un par de cafés con leche. Voy a comprar el diario a mi vecina, la simpática paraguaya que me invita a barbacoas. No me siento a leerlo en la cervecería vasca de los descuentos porque no dispongo de tiempo. Las horas, en la montaña, aunque cueste creerlo, pasan tan rápidas como en la ciudad. Compro mi pan de leña, discretamente quemado. Y un mantel de lino tan pequeño que parece una servilleta grande y me vende una seria dependienta dominicana, guapa por cierto, en una de las tiendas de turistas de la carretera. ¡17 euros! Estoy harto del hule. Hoy pongo una buena mesa. Voy a comer de capricho. Media docena de espárragos; treinta aceitunas rellenas de anchoas, algo que Bigas Luna siempre consideró el summun del surrealismo: ¡torturar a una pobre anchoa dentro de una aceituna!; queso de cabra que no es, ni con mucho, el que compré cuando vinieron mi amigo filósofo y su consorte hace un mes; y la redonda tortilla de patata. Descorcho una botella de vino tinto, alzo la copa y brindo a mi salud mientras veo, distraídamente, las noticias. Luego hago una larga siesta y me digo que si tengo tres habitaciones ¿por qué voy a utilizar siempre la misma? Así es que me tumbo en la de invitados, que tiene las dos camas juntas, abro la ventana velux y me dejo caer placenteramente en el sueño, húmedo, por cierto.
Me levanto bostezando hora y media más tarde. Miro las sábanas que me han acogido. Les haría falta un buen planchado si tuviera plancha, pero no la tengo aunque la casa tiene tabla de planchar: se la debió agenciar el anterior inquilino. Otra cosa que falta: una rejilla para el horno. De milagro no se me queman los bizcochos depositados en su fondo en vez de en medio. Pequeños detalles domésticos que he de ir solventando.
Escribo. Sigo pasando a limpio un escrito premonitorio fechado en abril de 1971. Ha llovido desde entonces y me han salido canas y arrugas. Es una novela corta muy política, fruto seguramente de mis años de clandestinidad antifranquista, de la que derivan, me doy cuenta de ello, novelas posteriores y relatos. Existe entre esos papeles perdidos y ahora recuperados, a medias manuscritos y a medias mecanografiados con una Hispano Olivetti que me regaló mi suegro el siglo pasado, una similitud extraordinaria con una de mis novelas más recientes: El corazón de Yacaré, tanto que parecen su borrador.
Sigo enganchado a Lo que fue de nosotros, y me lo pregunto, la adictiva novela de Carlos Manzano que gira en torno a un hecho espantoso, el peor para unos padres: la muerte de un hijo. Además, asesinado. Algo que siempre rompe una pareja. Y cojo la bici, cuando ya son cerca de las ocho de la noche, para generar un poco más de adrenalina, y me voy por la carretera a Era Bordeta y de allí, por una pista forestal que descubro, a Es Bordes. Un repecho, en el último segundo, escasos veinte centímetros de cuesta, me desmontan de la bici cuando ya la he subido toda, en el último tramo, pero echo pie a tierra por prudencia, cuando noto que el corazón se me va a salir por la boca y quizá esos veinte centímetros criminales de cuesta, un nueva pedaleada, una simple décima de segundo, sean los suficientes para mandarme a la incineradora en vez de al Coth de Baretges en un invierno lejano y frío, así es que desmonto de mi caballo de dos ruedas, sin ningún sentimiento de derrota, arrastro la bici esos malditos veinte centímetros de cuesta que me han vencido y me dejo caer en un banco en donde, para compensar mi frustración ciclista, sigo con la adictiva novela de Carlos Manzano, leyendo diez páginas, bajo un cielo gris plomizo. Luego regreso por la carretera, siempre en bajada, con la tercera puesta que cambio a segunda para entrar en mi garaje. Fin del día. No. El fin del día es con Topaz de Alfred Hitchcock que veo en la Sexta3 una vez recuperada la señal. Cine. Maldito cine.


Un día extraño. El de hoy. Terminé una novela que se llama Lo que queda de nosotros (Ediciones Atlantis, 2011) de Francesca Valentincic (nunca vi apellido tan raro ahora que lo escribo) y empiezo otra que se llama Lo que fue de nosotros (Nuevos Rumbos, 2011) de Carlos Manzano, y juro que no fue premeditado. Y como no creo en las casualidades, máxime cuando tengo pendientes de leer unos cuarenta libros y he cogido exactamente uno que tiene un título casi idéntico al que acabo de dejar, creo que recibo un mensaje. Fenómenos paranormales aparte, ambas son dos buenas novelas. La de Carlos Manzano, confieso, la devoro. Adictiva. La empecé hoy y mucho me temo que antes de que acabe el día la termine.
Veo un documental sobre los aztecas al mismo tiempo que leo un mensaje de mi amiga pueblana, la pintora que vendrá un día desde su México al Valle para regalarme un sombrero panamá, su sonrisa y su mirada. A esa profesora le estaré siempre muy agradecido por las correcciones que me hizo en los diálogos de La Frontera Sur. Y además dice que la chiveo. Me gusta chivearla. El documental me recuerda que todavía tengo pendiente el último capítulo de Otumba. También me lo recuerda la pueblana.
No pasa nada en el mundo. O no me interesa lo que pasa salvo esa espantosa sangría de niños en el Cuerno de África que unos pocos aviones tratan de paliar. Una mujer que coge un saco de comida confiesa haber perdido seis hijos. Mundo.
No estoy para pensar en el mundo sino en la comida. Hago una comida especial, porque creo que hay que romper con las rutinas. La tortilla de patatas sale redonda, en todos los sentidos. El arroz con leche se me quema antes de que eche el arroz a la leche hirviendo. ¡Cómo es posible! Suerte que todavía me queda ese estupendo bizcocho del que di buena cuenta esta mañana con un par de cafés con leche. Voy a comprar el diario a mi vecina, la simpática paraguaya que me invita a barbacoas. No me siento a leerlo en la cervecería vasca de los descuentos porque no dispongo de tiempo. Las horas, en la montaña, aunque cueste creerlo, pasan tan rápidas como en la ciudad. Compro mi pan de leña, discretamente quemado. Y un mantel de lino tan pequeño que parece una servilleta grande y me vende una seria dependienta dominicana, guapa por cierto, en una de las tiendas de turistas de la carretera. ¡17 euros! Estoy harto del hule. Hoy pongo una buena mesa. Voy a comer de capricho. Media docena de espárragos; treinta aceitunas rellenas de anchoas, algo que Bigas Luna siempre consideró el summun del surrealismo: ¡torturar a una pobre anchoa dentro de una aceituna!; queso de cabra que no es, ni con mucho, el que compré cuando vinieron mi amigo filósofo y su consorte hace un mes; y la redonda tortilla de patata. Descorcho una botella de vino tinto, alzo la copa y brindo a mi salud mientras veo, distraídamente, las noticias. Luego hago una larga siesta y me digo que si tengo tres habitaciones ¿por qué voy a utilizar siempre la misma? Así es que me tumbo en la de invitados, que tiene las dos camas juntas, abro la ventana velux y me dejo caer placenteramente en el sueño, húmedo, por cierto.
Me levanto bostezando hora y media más tarde. Miro las sábanas que me han acogido. Les haría falta un buen planchado si tuviera plancha, pero no la tengo aunque la casa tiene tabla de planchar: se la debió agenciar el anterior inquilino. Otra cosa que falta: una rejilla para el horno. De milagro no se me queman los bizcochos depositados en su fondo en vez de en medio. Pequeños detalles domésticos que he de ir solventando.
Escribo. Sigo pasando a limpio un escrito premonitorio fechado en abril de 1971. Ha llovido desde entonces y me han salido canas y arrugas. Es una novela corta muy política, fruto seguramente de mis años de clandestinidad antifranquista, de la que derivan, me doy cuenta de ello, novelas posteriores y relatos. Existe entre esos papeles perdidos y ahora recuperados, a medias manuscritos y a medias mecanografiados con una Hispano Olivetti que me regaló mi suegro el siglo pasado, una similitud extraordinaria con una de mis novelas más recientes: El corazón de Yacaré, tanto que parecen su borrador.
Sigo enganchado a Lo que fue de nosotros, y me lo pregunto, la adictiva novela de Carlos Manzano que gira en torno a un hecho espantoso, el peor para unos padres: la muerte de un hijo. Además, asesinado. Algo que siempre rompe una pareja. Y cojo la bici, cuando ya son cerca de las ocho de la noche, para generar un poco más de adrenalina, y me voy por la carretera a Era Bordeta y de allí, por una pista forestal que descubro, a Es Bordes. Un repecho, en el último segundo, escasos veinte centímetros de cuesta, me desmontan de la bici cuando ya la he subido toda, en el último tramo, pero echo pie a tierra por prudencia, cuando noto que el corazón se me va a salir por la boca y quizá esos veinte centímetros criminales de cuesta, un nueva pedaleada, una simple décima de segundo, sean los suficientes para mandarme a la incineradora en vez de al Coth de Baretges en un invierno lejano y frío, así es que desmonto de mi caballo de dos ruedas, sin ningún sentimiento de derrota, arrastro la bici esos malditos veinte centímetros de cuesta que me han vencido y me dejo caer en un banco en donde, para compensar mi frustración ciclista, sigo con la adictiva novela de Carlos Manzano, leyendo diez páginas, bajo un cielo gris plomizo. Luego regreso por la carretera, siempre en bajada, con la tercera puesta que cambio a segunda para entrar en mi garaje. Fin del día. No. El fin del día es con Topaz de Alfred Hitchcock que veo en la Sexta3 una vez recuperada la señal. Cine. Maldito cine.
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