DIARIO DE UN ESCRITOR

Barcelona, 19 de agosto de 2011

Ser abuelo empieza a tener sus rutinas a partir del segundo día. Benditas sean. Hay dos sesiones de Paula; una por las mañanas y la otra por las tardes. E interregnos deliciosos como descubrir, por ejemplo, un horno cerca de la clínica en donde confeccionan unos excelentes croissants (juraría que los rellenan con leche de almendra) que como mientras leo el diario y espero a la arquitecta de mi sexta vida. Ayer me informó, porque sabía de mi aprecio, de que hace casi un año murió Jill Clayburgh, noticia que me descolocó por dos motivos, por la defección en sí, que siento, y por no haberme enterado. Debía estar perdido en algún valle o pico de montaña de ese Valle que añoro, más ahora que la humedad de Barcelona se torna insufrible, a niveles de Benarés pero sin Ganges ni hindúes por las calles. Murió Jill Clayburgh, una actriz a la que adoraba sinceramente, tanto como a Naomi Wats o Emma Thompson o Vanessa Redgrave. La intérprete de Una mujer descasada o de La Luna de Bertolucci, en donde encarnaba a una madre coraje decidida a todo para salvar a su hijo, dejó el mundo el 5 de noviembre de 2010. Leo más tarde en Google que la causante de su fuga de este mundo fue la leucemia.
Hoy Paula duerme. Tiene los ojitos cerrados y los puños apretados. Sus padres aseguran que les dio una mala noche. Cuesta imaginarse que 3 kilos novecientos gramos de niña tierna puedan turbar el sueño de sus padres. Pero sí. Paula tiene buenos pulmones cuando se enfada.
Yo tengo fobia a las clínicas, pero hago una excepción por Paula, a pesar de que me ahogue en la habitación si permanezco mucho tiempo en ella. De cuando en cuando debo salir afuera, a estirar las piernas. Entiendo a la madre de Paula que quiere irse cuanto antes. Aunque una planta de nuevas madres es un universo de alegría y vida que nada tiene que ver con otras secciones lúgubres de todo recinto hospitalario en las que se lucha a vida o muerte. A la vista de tantos niños, de tantas futuras madres con vientres fértiles que, en días o meses, darán a luz a sus retoños, me pregunto qué está pasando en el mundo, qué feliz noticia hay para que se dé esta fiebre reproductora. Bienvenida sea Paula y los que nazcan con ella, porque son la esperanza para que este planeta rectifique su giro, enderece su equivocada órbita. Habrá que enseñarla, desde pequeña, nociones de economía, lo perversos que son los mercados, pero también lo hermosos que son los valles colmados de flores, la música de las esquilas de las vacas, leerle hermosos cuentos o hasta escribírselos para ella. ¿Sabré hacerlo? La subiré en mis brazos al Coth de Baretges y le iré presentando, uno a uno, a mis caballos y vacas. Arrancaré flores de los prados para decorar cada uno de sus rizos. La dejaré corretear por la hierba alta de los pastizales. Y que se asombre por los glaciares del Aneto. Le enseñaré los nombres de las estrellas y caminaré con ella por las sendas iluminadas por la luna. Y a no tener miedo de los bramidos de los ciervos. A hollar la nieve virgen. A beber en los arroyos que brotan de las rocas. En esta octava vida que quizá ya sea novena y no me haya dado cuenta.
Cuando me ahogo allí dentro, en el hospital, salgo a la calle, que es peor, un infierno de calor y humedad. Y la calle me hace huir al hospital, a esa planta de maternidad que es de esperanza. Empiezan a aparecer por Barcelona los mendigos negros, los senegaleses que malvivían con el top manda y que ahora arrastran carritos con sus escasos enseres o piden limosna en las esquinas, sin esperanza después de haber sido diezmados en el paso del Estrecho. A uno le doy un croissant que acabo de comprar y le cojo la mano. Me paga con su sonrisa, y ya tengo de sobras. Esa, ese negro en esa esquina malviviendo, es el alma social del nuevo alcalde de Barcelona, su política inteligente encaminada a convertir a esos inofensivos vendedores que no hacen mal a nadie en futuros delincuentes cuando les acucie el hambre. Quizá, aunque sólo fuera por razones egoístas, deberíamos evitarlo. Pero no es mi caso. Nada más satisfactorio que dar sin esperar nada a cambio.
En la planta de maternidad de la clínica el mundo es feliz y está lleno de esperanza. Lejos de la miseria callejera, los nuevos niños de nuestro mundo reclaman su comida con dulces lloriqueos que se parecen a los maullidos de los gatos. Pero hoy Paula ni abre los ojos ni mueve los labios: duerme en su cunita de cristal, ajena a ese ir y venir de las visitas que dejan flores, elefantes rosas y ositos de peluche, de los familiares y amigos que entran y salen de la habitación, miran a la niña y tratan de establecer un parecido con el padre o la madre.
No sé a quién se parece. Seguramente a nadie, en estos momentos. Es el suyo un rostro en formación que irá desarrollando sus rasgos en los próximos días. En eso de los rostros se producen mutaciones mágicas. Por ejemplo, la madre de Paula, tras años de no parecerse a mí en absoluto, vuelve a reproducir todos mis rasgos tras haber alumbrado a esa preciosa niña y yo me siento orgulloso de verme reflejado en ella.
Al mediodía como en el jardín de la casa de mi sexta vida con la sensación, cada vez más intensa, de que la séptima fue un sueño largo del que terminé por despertar. El sur queda lejos y es más un ideal que una realidad. Tres vermuts y dos copas de priorato me envían directamente a hacer una siesta larga, más bien una modorra, y de ella no me despiertan ni los picotazos de los insidiosos mosquitos tigre, una plaga endémica que espero no llevar al Valle y que se caracterizan por picar en los tobillos y piernas, hacerlo a la luz del día y en silencio absoluto. Por la tarde bajo a ver a Paula con la arquitecta de mi sexta vida. Sigue durmiendo la niña. Y de su sueño no le sacan ni cuando le ponen un pijama a su cuerpo de juguete.
Leo el periódico en una sala de espera mientras los padres de Paula departen con amigos. El dedo de Mourinho, el impresentable entrenador del Madrid, en el ojo de Tito Vilanova es el tema central de la prensa. Es más importante eso que la hambruna en Somalia o el fraude de las agencias de calificación a las que todo el mundo paga, y hacen caso, sabiendo que son la quintaesencia de la corrupción. Me indigno suavemente. Ya me indignaré más y con más fuerzas en este otoño caliente.
Dejo a Paula durmiendo pacíficamente en su cuna de cristal. Con más sed que hambre me meto en una taberna mejicana, pero la salsa guacamole de sus nachos es sencillamente infecta. Así es que termino cenando en un restaurante junto a Gimlet en compañía de la madre de la madre de Paula y del Destilador Cultural con el que acabo hablando de Kubrick, el mejor director de cine de todos los tiempos según una encuesta reciente. Con permiso de John Ford, apostillo.

Comentarios

Wilma Borchers ha dicho que…
Me ha encantado tu texto, estuve contigo en la clínica, dormí tu siesta, he visto a la niña pequeñita llevarse su mano empuñada a un ojo, seguí al hombre con su vida en un carrito.....y ahora me tomo un café contigo.
Te agradezco esta compañía y sus reflexiones.
un gran abrazo.
M. Deveriá ha dicho que…
Ya te imagino con Paula en brazos mostrándole el lado bello de la vida.

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