DIARIO DE UN ESCRITOR

Sant Cugat, 25 de agosto de 2011
El calor no cesa y la humedad crece. Hoy El Destilador Cultural me ha dado una agradable sorpresa y me ha demostrado que, además de cine, sabe cocinar. Su ajoblanco estaba buenísimo, mucho mejor que todos los que yo llevo haciendo en mi última temporada. Luego él se fue a trabajar y yo al cine, sin muchas ganas, que conste, más por amortizar mi estancia aquí que por otra cosa, porque en Arán no hay más películas que las que uno se quiera montar en la cabeza mientras pasea por la montaña.
El planeta de los simios, el origen, nada tiene que ver con El planeta de los simios, la película de un modesto artesano, Franklin J. Schaffner, que se convirtió en película de culto de la ciencia ficción, ni con el pésimo remake que de ella hizo Tim Burton, sin duda su peor película. No me engancha nada, en absoluto, salvo para comprobar lo mucho que ha influido Stanley Kubrick en los jóvenes cineastas, porque los números coreografiados de los monos, sus luchas por el liderazgo, incluso el bastón eléctrico que enarbola César, el chimpancé inteligente, tras arrebatárselo a su malvado cuidador, remite a ese prólogo magistral de 2001, una odisea del espacio, y la rebelión de esos monos enjaulados, su fuga por la ciudad, es puro Espartaco pero sin romanos pero sí con lanzas. Poca cosa más en esa película en la que, por fuerza, empatiza uno con los simios y en la que, a pesar de los dientes y puños de las bestias, sus victimas mortales se cuentan con los dedos de una mano: el chimpancé César/Espartaco controla a los suyos para que no cometan demasiados desmanes con los humanos. Otra cosa sería si la cinta la hubiera dirigido el desaparecido, en su Holanda natal, Paul Verhoven. Tampoco hay sexo. A César no le mola ninguna de las chimpancés.
Saliendo del cine me voy a ver a Paula, una rutina maravillosa, y literalmente me embeleso con la muñeca que duerme en la cama, al lado de su madre que ya es una madraza y cuida a su retoño con esmero de leona: sólo falta que la limpie a lengüetazos y dan ganas de hacerlo. El perfume de los bebés es adictivo. Y la cara de Paula, sus mofletes, lo más parecido a un hermoso tomate. No sé las horas que paso, sentado en uno de los bordes de la cama, contemplándola. Me conmueve esta obra de arte, este milagro de carne y huesitos completamente inerme. Duerme de forma muy plácida ese cachorro humano y sólo al final de hora y media abre los ojos, nos mira y parece escuchar la sarta de bobadas que le decimos. Mueve entonces los pies y las manos, frunce el ceño, bosteza y reclama, insaciable, su pitanza con un maullido suave.
Salí hoy más tarde de casa de Paula, después de comer una ensaladilla rusa que hizo la arquitecta de mi sexta vida, tardó más minutos en pasar el autobús urbano nocturno y crucé la plaza de Catalunya en donde un pequeño retén de indignados, versión perroflautas, discutían los puntos del día, o de la noche. Pero me fijé, entonces, en una hermosa escultura de la plaza, en la que siempre se posaron mis ojos desde que a los ocho años mi padre me llevaba, cogido de la mano, a dar de comer a las palomas. Es un desnudo marmóreo, no sé si de Clará o de uno de sus discípulos, de una mujer hermosa de amplias caderas, fuertes y redondeadas nalgas y senos suaves que mira desde el pedestal de su belleza a todo transeúnte que cruza la plaza. Ese pensamiento, que nunca controlamos, traidor, ajeno a nuestra voluntad, me lleva en un segundo al El Sur, la película inacabada de Víctor Erice, a mil kilómetros del epicentro de Barcelona, al núcleo de mi séptima vida gatuna.
El tren, el último de la noche, siempre es un espectáculo literario porque recoge a los rezagados de la ciudad que se dispone a dormir. Mientras continuo leyendo Erich el zurdo de Domingo-Luis Hernández, disfrutándola mucho, permanezco atento a los personajes del vagón que permanece anclado en el andén de la estación de Plaza Catalunya hasta que sea la hora de partida. Delante, vistas en escorzo, hay un par de rusas, bien nutridas, rubias y hermosas, que hablan en su ininteligible, para mí, idioma de Dostoievsky. Enfrente se sienta un músico ambulante de cincuenta años, con el rostro demacrado de Rudolf Nureyev, al que le hace compañía un perro labrador color canela, Micmic se llama según consta en su collar, que permanece pacíficamente echado en el suelo mientras su amo conversa con alguien por su celular. Entra, diez minutos antes de que arranque el tren, un nutrido grupo de jóvenes franceses, ellos con pantalón corto, y ellas con falda un dedo por debajo de la ingle (si no fuera por las ordenanzas municipales del púdico y torpe alcalde Trias uno iría con hilo dental por las calles de la sofocante Barcelona) que casi llenan el vagón que yo ocupo. Luego entra un muchacho negro, bajo y fibroso, que mete con descaro la mano en la melena de una de las chicas francesas sentadas y la agita hasta despeinarla sin que ella se cabree en exceso por su libertad. Yo me abstengo de hacer lo mismo por si acaso. Y, además, soy el más veterano, con mucho, de ese vagón anclado, seguido, a mucha distancia, por el desmejorado perroflauta que, ahora que me doy cuenta, no es músico sino malabar, uno de esos que tiran bolos al aire en las esquinas de las calles mientras el semáforo vira del rojo al verde.
El tren arranca y el viaje me permite avanzar tres capítulos de Erich el zurdo, situarme en La Habana, mira por dónde, que es también el escenario de Llueve sobre La Habana, mi novela que encabeza la colección de la que la novela del tangerino tinerfeño es su segunda pieza. El rubio y maduro perroflauta de melena larga y descuidada, que es la mera imagen de Nureyev, baja en La Floresta, seguido de Micmic, su perra, el escenario de mi cuarta vida, la de hippie fumata con cola de caballo, tejanos raídos y zuecos que se pasaba las noches en blanco bajo los acordes de King Crimson, Santana y The Doors. El núcleo de franceses debe descender en Terrassa, como mínimo, pues son turistas low cost, fina manera de decir que no tienen un euro en el bolsillo.
Cuando el tren llega a Sant Cugat son cerca de la una de la madrugada y el bochorno se hace notable al abandonar el vagón refrigerado que sigue camino. Una pareja inerrracial, muy joven, me precede. Ella es una chica atractiva y el es un negro de estatura mediana, delgado y fibroso. No me confirman que son pareja hasta que salen de la estación de tren y se cogen de la mano. Alguien me dijo, en mi séptima vida, que los abismos culturales truncan ese tipo de relaciones. Yo creo que el amor lo puede todo, es un tsunami emocional que rebasa fronteras, creencias religiosas y políticas, color de pieles. Y los jóvenes que me preceden se quieren, y se desean, porque en un momento determinado, ante un portal que quizá sea la casa de ella, se funden en un abrazo íntimo y apasionado, en un larguísimo beso de película, de esos que duran minutos y y en los que las bocas permanecen tan pegadas hasta ser una. Los sobrepaso, discretamente, dejo atrás a los amantes sin saber si finalmente él subirá al piso de ella o si, porque están los papás de la chica en casa y son tradicionales, el afortunado subsahariano seguirá camino hacia su casa. Al llegar a una esquina me vuelvo, disimuladamente, y ya no los veo. La chica lo invitó a subir a su cama porque los papás están en la casa de la costa de vacaciones o tienen el sueño muy profundo. Llego a paso lento y ligeramente deshidratado, tras subir una rompedora cuesta que nace bajo el puente del tren, a la cuarta casa de mi sexta vida que me aloja momentáneamente en estos días especiales de mi octava. Me abre la puerta El Destilador Cultural que me demostró esa mañana ser tan buen cocinero. Me bebo un par de zumos de naranja con mucho hielo picado. Veo un poco la tele. Todavía los rebeldes libios, el ejército de Pancho Villa, no han encontrado a Gadafi ni éste se ha suicidado siguiendo mi consejo. Escribo y me peleo con Open Office, mi nuevo programa de tratamiento de textos, porque ni yo, ni quién parió ese maldito programa, encuentran la forma de numerar las páginas, y me voy a la cama sabiendo que a la noche siguiente estaré de nuevo en Arán, tapado con una manta y se habrá terminado eso de sudar. Voy a echar a Paula mucho de menos.

Comentarios

S.M. ha dicho que…
A ver: soy el que un día te dijo que el capitalismo nunca se suicidaría. Pero a lo que voy, a la numeración de páginas en Open Office:
1) Vas a Formato; ahí, a Página; ahí a Encabezamiento o Pie según quieras poner el número arriba o abajo. Haces clic en activar Encabezamiento o Pie. Cierras aceptando.
2)Pones el cursor en el Encabezamiento o Pie. Vas a Insertar; ahí, a Campos; y a Numeración de páginas.
Y ya está.
Casi estoy por hacerte notar que los dos negros que sacas ahí son fibrosos.
Y bueno, imagínate cuánto hace que no piso San Cugat, que eso de puente bajo el tren no lo he conocido; había un paso a nivel junto a la carretera que iba a Valldoreix, mirando hacia el golf.
Pero bueno, sí, San Cugat es un buen espacio para asistir al suicidio del capitalismo. Valldoreix mejor, claro, dónde va a parar.
Y de cine, también ni idea, pero de Kubrik vi La naranja mecánica de estreno.
José Luis Muñoz ha dicho que…
Mil gracias, amigo. Funcionó. Pero reconoce que el sistema es complicadillo.
¿San Cugat? No lo conocerías. Yo debí nacer más tarde porque ese paso a nivel no lo recuerdo.
Es que los dos eran fibrosos, los negros.
Si no se suicida, habrá que matarlo. El Capitalismo. Espero que se indigeste un día de estos.
Un abrazo y, de nuevo, mil gracias.

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