EL LIBRO

VIAJEROS DE SÍ MISMOS

José Luis Muñoz
Editado por Brosquil Ediciones, 2006
II Premio Internacional de Literatura de viajes Ciutat de Benicassim
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Un camarero que escucha las conversaciones de los comensales del restaurante del hotel de Cangas de Onís en donde trabaja y se obsesiona por una mujer madura, su marido y el intruso que viene a turbar su apacible estatus matrimonial; un detective huelebraguetas que vampiriza la vida de sus clientes y cruza la península hasta Mojácar detrás de un supuesto marido infiel que le deparará una sorprendente lección; unos viajeros frustrados por la niebla que oculta de sus ojos las singulares Médulas que han motivado su viaje a Ponferrada; un más que maduro escritor que busca la paz de Grazalema para corregir las galeradas de su próximo libro y se enamora platónicamente de la chica que viene a adecentar el viejo molino en donde se aloja; un fotógrafo que se pierde en la belleza nívea del Valle de Arán en invierno y no hace caso de las advertencias de la naturaleza.
Cinco historias de viajes, cinco itinerarios por el interior de la península, de norte a sur, escritos en hoteles, retazos de paisajes, olores y sabores en los que José Luis Muñoz, novelista y viajero, altera ligeramente la realidad para hacer de ella ficción. Cinco narraciones cruzadas por el humor, la ternura y el sentimiento en donde el detalle preciso traslada al lector a esos cinco enclaves diversos. Otras tantas reflexiones acerca de la naturaleza humana, el viaje como punto y aparte en la vida y el miedo a envejecer como viaje final.
Viajeros de sí mismos obtuvo el II Premio de Narrativa de Viajes Ciutat de Benicassim.


A modo de introducción

El mundo de la literatura y el viaje han estado siempre muy unidos. “La Odisea”, una de las piezas maestras de la literatura, es la crónica de un largo y azaroso viaje. Desde entonces, literatura y viaje se retroalimentan.
Posiblemente yo nunca habría viajado a Singapur o a Bali de no haber leído antes a Sommerseth Maugham o a Vicki Baum. No es una casualidad que algunos de mis autores favoritos, que me hicieron soñar con viajes exóticos, como el propio Maugham, Hemingway, London, Conrad o Stevenson, hayan sido, aparte de extraordinarios escritores, apasionados viajeros. Tampoco es casual que uno de mis libros venerados, “Los autonautas de la cosmopista”, escrito a cuatro manos por Julio Cortázar y su compañera Carol Dunlop, sea una elegía al viaje como traslación sin que importe el destino. Leer un libro es, en cierta manera, viajar, a través de sus páginas, al fondo de la mente de su autor. Escribirlo, también. Viajar es una continua fuente de inspiración literaria y, a su vez, la literatura congela paisajes y momentos que ya no existen o sólo existieron en la mente de quién los imaginó. El conocimiento de nuevos mundos incentiva la imaginación.
“Viajeros de sí mismos” es la constatación de ese vínculo fuerte que existe entre literatura y viaje, aunque, en cierto modo, todos los libros que he publicado pueden leerse en clave de viaje. ¿”Lluvia de níquel” no es un viaje a Las Vegas? ¿”La pérdida del Paraíso” acaso no es una viaje a la América precolombina?
“Viajeros de si mismos” es una compilación de cinco relatos que son otros tantos viajes a través de la geografía hispana y tienen la particularidad de haber sido escritos en los hoteles en donde pernoctaba: un escritor nunca está totalmente de vacaciones y permanece siempre al acecho para captar nuevas historias aunque se muestre aparentemente indolente. Hay un par de relatos, como “Cita en Mojácar” y “El muchacho inglés”, que podrían inscribirse dentro del género policiaco, del que soy devoto lector y cultivador; “Los surcos de la esquiadora de fondo”, ambientado en el Valle de Arán, es un relato muy dramático que habla de la belleza letal de la nieve y fue escrito después de largos y solitarios paseos por los paisajes nevados de ese mágico rincón pirenaico al que vuelvo año tras año; “La niebla” gira en torno a ese fenómeno atmosférico que impide a unos viajeros disfrutar del extraordinario aspecto de Las Médulas, en Ponferrada, que fue precisamente lo que me sucedió; mientras que “El blanco cegador” es una sensible historia acerca de la relación que se establece entre un escritor que se retira a uno de los pueblos blancos de Andalucía para acabar una novela y la muchacha iletrada que cada día viene a adecentar su casa.
Las cinco historias que componen “Viajeros de si mismos” fueron escritas más o menos en la misma época y a la luz de las lámparas de las mesitas de noche de los hoteles que me depararon descanso en esas salidas domésticas, bajo el aire gélido de los neveros del Pirineo o bajo el sol radiante de una playa salvaje del sur peninsular, oyendo los cencerros de las vacas asturianas que pastan por las laderas de los Picos de Europa o cerrando los ojos ante el blanco cegador de las casas encaladas. De ahí su vocación realista, su tono de obra de cámara y una opción personal narrativa que huye de la furiosa vibración presente en otros escritos.

El viaje es como el amor: los preparativos son excitantes; su consumación, siempre demasiado rápida; el después, deprimente. Y el recuerdo, siempre maravilloso.

La vida es un viaje.


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Hace cinco años la revista Traveler me encargó un reportaje sobre el Valle de Arán en invierno. Pertrechado con mi cámara de fotos y mi ropa de abrigo me fuí a ese paraíso cercano y entrañable que tan bien conozco. El valle estaba nevado por completo, el grosor de la nieve era considerable. Tomé muchas fotos. Hice muchas excursiones. Una noche fui a cenar a un restaurante, hoy desaparecido, del pueblo de Artiés. Fui una cena opípara. La camarera que me atendió era una chica francesa muy joven y agradable. A la mañana siguiente intenté llegar al Clot de Baretges por la pista nevada, lindante casi con Francia, que lleva a él. Me hundía en la nieve hasta que descubrí los surcos que había dejado una esquiadora de fondo y decidí seguirlos. Nevó mucho. La prudencia me hizo desistir del empeño de alcanzar la meta. Ya en el hotel, refugiado junto al fuego de la chimenea, transformé esa realidad en ficción, con muy pocas variaciones. El resultado fue LOS SURCOS DE LA ESQUIADORA DE FONDO, el relato que cierra el libro VIAJEROS DE SÍ MISMOS. Que ustedes lo disfruten.


LOS SURCOS DE LA
ESQUIADORA DE FONDO

José Luis Muñoz

1

Llegué a la Val de Arán un 22 de enero, miércoles. Mi objetivo era simple y llanamente hacer fotografías de nieve. Acudía al valle casi cada año, pero normalmente lo hacía en verano, razón por la que me era imposible retratar la belleza del paisaje aranés modelado por el manto blanco, el hermoso pastel de nata del que apenas sobresalen los picudos campanarios de los pueblitos del valle. Pero tampoco estaba seguro ahora de poder hacer esas fotografías que necesitaba para ilustrar los reportajes que me publicaban prestigiosas revistas de viajes sobre el Valle de Arán. Las fotos de la nieve eran mi asignatura pendiente. Pero yo no iba al valle en invierno, porque detestaba esquiar. Porque no sabia esquiar, más bien, si quería ser preciso y sincero.
Al otro lado del túnel de Viella el cielo estaba encapotado y caía una lluvia fina. Pero había nieve. Todo estaba nevado. Prados, bosques, tejados inclinados de las casas, todo cubierto con el níveo manto que endulzaba el paisaje y me remitía a la Navidad aunque hacía semanas que, por fortuna, las fiestas más consumistas del planeta habían llegado a su fin dejándome el bolsillo exhausto.
Me alojé en el Parador de Tredós, mi hotel de mis últimas estancias en el valle, un hermoso edificio de arquitectura tradicional y amplios ventanales en la planta baja, con una piscina redonda convertida en pista de patinaje de hielo y tejado a dos aguas de pizarra del que colgaban, en peligroso equilibrio, enormes carámbanos afilados como espadas que obligaba a los huéspedes a caminar lo más distanciados de la fachada, y tuve la suerte de que se me asignara, por falta de habitaciones, la más hermosa de ellas, la que mejores vistas tenía, que se llamaba, como no podía ser de otra manera, Mirador.
- ¿Me han colocado una mesa para el portátil? - pregunté mientras seguía a la recepcionista, una muchacha andaluza de amplias caderas escaleras arriba.
- Tiene dos habitaciones, señor. Puede sacar el televisor de una de las mesas y poner en ella el portátil.
- Estupendo. Voy a estar como un rey.
Eran dos hermosas habitaciones abuhardilladas que compartían cuarto de baño. El techo de madera formaba un vértice perfecto, y un balcón mirador, que daba a oriente, me proporcionaba vistas hermosas del pueblo de Tredós y a una cercana montaña cubierta con un bosque que parecía haber sido espolvoreado con polvos de talco. No hacía frío, o quizá era que la calefacción estaba al máximo.
- Que tenga una buena estancia, señor.
- Gracias.
Sólo faltaba que saliera el sol y un cielo azul me regalara las mejores fotos del valle. Era, sin duda, un buen comienzo.
2

Salió el sol a la mañana siguiente. Ni rastro de lluvia, ni una mala nube enturbiando el azul del cielo. Desayuné copiosamente. El buffet del hotel era espléndido, sus huevos fritos perfectos, con la yema licuada y la clara sólida, sin exceso de aceite. El zumo de naranja, natural. El café, pasable. La bollería de lujo, aunque a mí me tentaban los churros por lo difícil que era hallarlos en Barcelona.
Desayunar solo es un inconveniente y una ventaja. Los demás huéspedes suelen apiadarse de ti, te consideran soltero, recientemente divorciado, gay, algo raro siempre. Un hombre que viaja solo, que desayuna solo, que come solo, no inspira confianza en una sociedad excesivamente reglamentada en la que todo el mundo se mueve en pareja, aunque sea del mismo sexo. Pero yo iba solo. El no compartir mesa con nadie me daba una ventaja: podía observar a mis anchas. El tipo de clientela del hotel en esa época del año se circunscribía exclusivamente a los esquiadores. Venían de todas partes de la Península, de Madrid, de Andalucía, principalmente de aquellas regiones que sólo conocían la nieve por los documentales de la segunda cadena. Había parejas de todas las edades, sin niños, porque no los tenían, porque los habían dejado estudiando en el colegio, al cuidado de los abuelos, pero también matrimonios de la tercera edad con aspecto de deportistas natos que suscitaban mi envidia. ¿Cómo sería yo cuando tuviera 65 o 70 años?
Consumí todas las horas de sol sacando instantáneas. Mientras el común de los mortales se lanzaba por las pistas de esquí, yo los inmortalizaba con mi cámara, a ellos, a los paisajes, a los pueblos sepultados por la nieve y con las chimeneas de sus casas humeantes, volcanes en el desierto blanco. El cielo tenía una maravillosa tonalidad azul y hubiera sido un crimen desaprovechar la ocasión. Gasté seis carretes. Y luego, hambriento, entré en un restaurante a la hora de cenar, tras darme un baño de agua caliente en la habitación del hotel.
3

- ¿Qué menú quiere?
Me extrañó su acento. No, más que extrañarme, me gustó. Era francesa. No había duda por el tono cantarín de su pregunta y por la forma en que fruncía los labios tratando de hablar en correcto castellano. Los franceses proyectan los labios hacia delante, al hablar, como si se dispusieran a besar. También era francés el dueño del restaurante Montagut de Artiés, un hombre con el pelo cano que cojeaba de una pierna y me saludó con amabilidad al entrar. Tenían dos camareros, un chico rubio, con coleta y aspecto de deportista, y la chica que me hablaba. Me gustaba su voz. Me excitaba.
- El menú esquiador.
- ¿Puedo tomarle nota?
- Sí. Claro. ¿Cómo es la ensalada aranesa?
- Con escarola.
La desestimé. Odiaba la escarola.
- ¿Y el potaje del día?
- Lentejas. También tenemos, si le apetece, olla aranesa.
No me apetecía tomar olla aranesa para cenar. No me convenía meterme en la cama con el estomago repleto. Pedí foie de primero, zanahorias a la mostaza de segundo, aunque me tentaban las lentejas que sabía de buena tinta que las guisaban maravillosamente bien, y un confit de pato, que era la especialidad de la casa según anunciaba la carta.
- ¿Tienen botellas pequeñas de rioja tinto?
- No, pero le serviré la mitad de una botella.
- De acuerdo.
La muchacha francesa era muy servicial. En cuanto terminaba un plato ya tenía el siguiente a mi disposición. Me preguntaba, cuando me retiraba el plato vacío, si había sido de mi gusto. Y a mí me encantaba oír su voz. Entraron más clientes, que atendió el muchacho de la coleta. La francesa cubría mi mesa y la que ocupaban una pareja de esquiadores madrileños muy bronceados. Alcé los ojos del diario que leía para acompañar los platos y paliar mi soledad y la estuve observando mientras entraba y salía de la cocina con los pedidos. No era una mujer guapa, pero tenía su atractivo. El tipo atlético, de esquiadora, los pantalones rojos, ceñidos, que moldeaban su trasero y piernas que debían de ser fuertes, musculosas.
- ¿Qué hay de postres?
- Manzana al horno, flan de la casa, pudín de pan.
- ¿Flan de manzana?
- No. Flan, manzana al horno, pudín de pan, que está muy bueno.
- Pudín de pan.
- ¿Tomará un café o un cortado?
- Un cortado.
- Gracias.
- No hay de qué.
Pedí la cuenta. Había cenado muy bien. El vino me proporcionaba la alegría justa, me regalaba un artificial optimismo tan necesario a esa hora de la noche. Dejé dos euros de propina después de firmar la factura visa. Y pasé por su lado, con el abrigo bajo el brazo.
- Hasta la próxima.
- Hasta otra, señor. Muchas gracias.
Su voz. Me gustaba su voz, me fui repitiendo una y otra vez mientras daba un paseo por Artiés, su sensual acento francés. Tuve una idea absurda, después de callejear bajo una fina lluvia y acercarme a la iglesia románica que presidía el pueblo e iluminaban por la noche: esperarla cuando terminara su turno. Acecharla montado en el coche y abrirle la puerta cuando saliera. Tenía una habitación demasiado hermosa para no compartirla. Pero, casi de inmediato, deseché la idea por absurda. Tenía cincuenta y dos años y aquella muchacha no llegaba a los veinticinco años. Mi idea era patética. Tomé mi coche y volví a mi hotel, solo, dispuesto a acabar la noche abrazado a un libro de Fernando Marías.


4

No escuchaba las predicciones meteorológicas. No prestaba demasiada atención a los gurús del tiempo. Oí en el dial de la radio de mi coche que entraba una borrasca, que sus efectos se dejarían sentir por la tarde, que bajarían las temperaturas en picado. Pero no hice caso, precisamente por el exceso de alarmismo.
Cogí la cámara de fotos, el bolso de los carretes, unas botas de nieve y me dirigí a Bossost. Allí, antes de entrar en la población, en la antigua frontera ya en desuso, una patrulla de la policía nacional me detuvo un instante. Pura rutina. Luego tomé la serpenteante ruta que llevaba hasta el puerto de Portillón. A medida que ascendía, la nieve hacía acto de presencia con toda su majestuosa belleza. La nieve cubría los prados, tapizaba de blanco las copas de los pinos alpinos y abetos, rellenaba las hondonadas, sepultaba los arroyos cuyas aguas, por contraste, eran de una absoluta negrura. Lucia un sol espléndido. Todo parecía coadyuvar a mi misión de conseguir las mejores fotografías del valle.
Dejé mi todo terreno en el aparcamiento del puerto, al lado de un coche con matrícula francesa. Me calcé las botas de nieve, me encasqueté un pasamontañas y descendí por la carretera asfaltada para buscar la pista de montaña que llevaba al Clot de Baretges, uno de los lugares mágicos del valle que frecuentaba siempre, pero no con nieve.
Clavado en la nieve, un indicador señalaba la dirección que debía seguir para llegar al enclave. La pista de montaña, practicable en coche, había desaparecido engullida por el níveo manto. ¿Un metro de espesor? Quizá más. Probé de entrar en la pista y mi pierna desapareció literalmente en una gruesa capa de nieve. Definitivamente no era una buena idea ir al Clot en invierno. Retrataría otro enclave. Y entonces divisé en la nieve, claramente, los surcos de unos esquís recientes, un esquiador de fondo al que la nieve acumulada no le asustaba sino que le animaba a seguir camino. Coloqué mi bota en el surco y comprobé que se hundía poco. Los esquíes habían trazado una ruta en la nieve, prensándola, y el frío la había endurecida. Di mis primeros pasos por el nevado camino. Me hundí lo mínimo. Me propuse andar doscientos metros y volver, hacer unas cuantas fotos de la ruta nevada y regresar al coche. Pero no lo hice. Después de cien metros apenas me hundía en la nieve, sabía cómo colocar el pie, mismamente encima de los surcos dejados por el esquiador que me precedía, y podía progresar a buena velocidad. Me marqué como meta llegar al Prat de las Bruixas, pero cuando lo conseguí, en apenas quince minutos, me envalentoné y seguí camino. La pista se perdía, sepultada por la nieve que, en algunos tramos, alcanzaba el espesor de dos metros, pero mi esquiador de fondo, con los surcos paralelos de sus esquís, me señalaba nítidamente la dirección que debía seguir.
Gasté el primer carrete. Luego el segundo. Enfocaba las copas de los árboles colmadas de nieve, las ramas de los abetos a punto de quebrarse por su carga nívea, las plantas que sobrevivían emergiendo de la coraza de nieve, las huellas de los ciervos claramente marcadas en las laderas de la montaña, el trazo de los esquís que me precedían y me señalaban el camino sin margen de pérdida.
Llegué a un tramo de la pista en que la nieve era más blanda y mis piernas se hundían en ella hasta casi desaparecer. La progresión se hizo más lenta. ¿Cuántos kilómetros llevaba andando? Había perdido la cuenta. Miré el reloj. Dos horas. Sudaba copiosamente. No tenía frío a pesar de que llevaba tanto tiempo pisando la nieve, pero sentía una molesta picazón en la cara, como si me estuviera quemando. Seguí el trazo marcado por los esquís en la nieve. El camino ascendía de forma vertiginosa, tras dos curvas pronunciadas, y bordeaba un barranco profundo. Me detuve un instante a descansar. Respire profundamente y conté los carretes de reserva que aun me quedaban dentro de la bolsa. Tres. Llegaría al Clot de Baretges del mismo modo que había llegado el esquiador de fondo que me precedía.
Graznó un cuervo. Y aquel ruido desagradable me hizo detener un instante para tratar de localizarlo. Me di cuenta, entonces, de que los surcos de los esquís habían desaparecido. Los había perdido de forma absurda, pero no podía ser porque aquél era sin duda el camino. Retrocedí unos pasos hasta recuperarlos. Entonces advertí que los surcos seguían por una pendiente, ya fuera de la ruta. Me precipité detrás de ellos con una extraña premonición. La pendiente era pronunciada y yo resbalaba continuamente mientras trababa de frenarme cogiéndome de las ramas de los árboles que encontraba a mi paso y tronchaba en mi descenso vertiginoso. El esquiador debía de haber hecho exactamente lo mismo. Aquí y allá había ramas de pino desmenuzadas, troncos desmembrados, surcos de esquís profundos, clavados en la nieve de quien había bajado precipitadamente por la empinada ladera.
Lo descubrí junto a una roca de afiladas aristas que la nieve no había conseguido cubrir. El golpe debía de haber sido terrible porque la nieve de los alrededores estaba teñida de rojo. El esquiador yacía mirando al cielo, en el fondo del barranco, con los esquís rotos y una pierna violentamente distorsionada. Me dejé caer ladera abajo, resbalando, hasta llegar adonde estaba. Mi corazón empezó a bombear violentamente mientras se me secaba la garganta por lo angustioso de la situación. El pasamontañas le cubría la cara, pero estaba apelmazado con la sangre a su cráneo.
- ¡Dios mío!
Se lo saqué mientras le golpeaba suavemente las mejillas. Me di cuenta, entonces, de que no era un muchacho sino una chica. Una mujer muy joven. Y vivía, todavía respiraba porque su nariz, sus labios, guardaban calor. Porque me habló. Una voz familiar, un seductor acento francés intentando hablar correctamente el castellano.
- Gracias a Dios. Gracias a Dios - gimió, sin mirarme, cogiendo mi mano y apretándola con fuerza.
Yo llevaba un móvil. Intenté una llamada de auxilio. Bomberos, policía. En la pantalla apareció que no había cobertura en el fondo de aquel barranco. Y no podía poner a la muchacha en pie y tirar de ellas. Se había fracturado la pierna, además del fuerte golpe que tenía en la cabeza, y deliraba mientras respiraba afanosamente.
- Voy a buscar ayuda -le dije, deletreando las palabras, levantando su cabeza y consiguiendo que fijara sus ojos en mí.
- Gracias por los dos euros de propina – me dijo, forzando una sonrisa.
Sonreí. Me había reconocido. Una buena señal. No tenía conmoción.
- Te merecías bastante más. Esta noche, en Viella, te invito a una copa. ¿Aceptarás tomar un trago con un cincuentón?
Movió la cabeza
- Voy arriba, al camino, y regreso con ayuda.
- No me deje, por favor. No me deje.
- He de hacerlo. Yo solo no puedo sacarte de aquí. ¡Ánimo!
Estreché su mano, durante unos instantes, la tuve unos segundos entre las mías, y luego empecé a trepar por la ladera. No era fácil. Resbalaba continuamente por la excesiva pendiente y porque la nieve había comenzado a helarse y mi calzado no era el más adecuado. Tardé quince minutos en alcanzar el camino. Estaba agotado. Probé de nuevo hacer una llamada de urgencia desde el camino. El móvil seguía sin funcionar. Era lo normal, esos malditos cacharros fallaban cuando los necesitabas.
Seguí los surcos de la esquiadora de fondo, pero en sentido inverso, descendiendo. Había comenzado a nevar. Me acordé entonces de las predicciones. La tormenta prevista se adelantaba unas horas. El viento aullaba con fuerza entre las ramas heladas de los árboles y levantaba la nieve del suelo formando remolinos cada vez más espesos, auténticas nubes que me cegaban. Los copos caían con fuerza del cielo y tapizaban el camino. Troté. Me deslicé a toda velocidad, hundiéndome hasta la rodilla del pantalón, inundando mi pie de nieve y agua gélida. La nieve caía en espesos copos y una niebla espesa se cernía. El paraje, que era de una belleza inenarrable, mostraba su cara más amenazadora y siniestra. La vida de la camarera dependía de mi resistencia y ello me producía una viva angustia, me hacía recaer sobre los hombros una responsabilidad no deseada, insoportable.
Los surcos de los esquís eran cada vez más débiles. La nieve que caía, copiosamente, uniformaba el camino, borraba su trazo. Al poco tiempo no había huellas, no había camino, sólo una gran mancha blanca, expandida en todos los puntos cardinales, y un bosque interminable cuyas ramas se maquillaban de navidades blancas y por entre cuyas ramas gemía un viento gélido que estaba empezando a congelarme. Resbalé y perdí montaña abajo el bolso en donde iban todos mis carretes impresionados, al poner el pie en un montículo de nieve que cedió. Rugí de rabia viendo como el bolso rodaba como una rueda y se perdía en las profundidades: adiós a todo el trabajo de estos días. Me detuve a respirar. Hacía frío y la luz se iba. La temperatura estaba cayendo en picado, la noche se echaba encima y la nevada, lejos de amainar, se recrudecía. No tenía ni idea de dónde me encontraba, lo único de lo que estaba seguro era que me había perdido.
Hice una última llamada con el móvil. Alguien me cogió la llamada. El cuerpo de bomberos de Viella. Pero cuando iba a dar mi posición aproximada, algún punto entre el Portillón y el Clot de Baretges, se encendió la luz de que la batería se había agotado.
- ¡Mierda! ¡Mierda de cacharro! ¡Maldita sea!
El teléfono vuela por el aire y queda sepultado en la nieve. Los copos lo cubren, enseguida. Busco un buen tronco y me siento. Apoyo la espalda y miro como nieva a mi alrededor. Luego desenfundo la cámara de fotos, me enfoco y disparo. Es una imagen sonriente. Dicen que los que mueren de frío lo hacen como si estuvieran riendo. Lo siento por la camarera, sobre todo por ella.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Estimado José, desde hace un tiempo sigo su página y leo sus cuentos y notas. Realmente me impresiona y creo que no hay nada mejor para un escritor saber la impresión que causan sus escritos.

Lo felicito y me encanta su página.
Cordialmente:
Vilma

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