DIARIO DE UN ESCRITOR

Arán, 26 de agosto de 2011

Escribo con el maravilloso aroma a tierra mojada que entra por las dos ventanas abiertas de mi estudio de la buhardilla. Creo que no hay olor comparable a éste. Acaba de caer una tormenta modesta, apenas un par de rayos lejanos, y una pequeña nube nocturna se vació sobre mi casa, supongo que también en mi pueblo, quizá en todo el Valle.
Llegué, desde Barcelona, con quince minutos de retraso sobre la hora prevista. Al autobús que nos transportaba, a mí y a siete viajeros, cuatro de los cuales se apearon en Balaguer, le falló el turbo y se ahogaba en las cuestas. Daba pena ver cómo le adelantaban los más pesados camiones sin que el acelerador sirviera de gran cosa. Pero a mí me ha gustado este viaje lento que me ha permitido disfrutar de la gradación del paisaje, del seco de las tierras de Lérida al verde según subíamos hacia el Pirineo. Desde la atalaya de ese autocar lento he descubierto multitud de sendas, grutas, cultivos, que conduciendo yo no reparo. Me he dado cuenta, por ejemplo, que torturan, en Lleida, a todos los árboles frutales, forzándolos a permanecer de perfil, como los antiguos egipcios de la época de las pirámides, para permitir que pasen entre las filas, en las que se alinean disciplinadamente, los tractores de recolecta. He descubierto, también, un estrecho camino al borde de uno de los pantanos que se sortean en el recorrido, que desaparecía en una oquedad. Una escalera labrada en la piedra que trepaba por una enorme pared rocosa hasta alcanzar la presa. Y un misterioso refugio en la roca con aires de silo nuclear. Iba leyendo Erich el zurdo, pero también, de vez en cuando, miraba por la ventanilla, descansaba los ojos de las páginas impresas para posarlos en el paisaje o en mi pie hinchado.
Me preocupa esta hinchazón repentina de mi pie izquierdo. La descubrí esta mañana al calzarme. No me entraba el zapato. Tenía un buen número de picadas de mosquito tigre y una fea rozadura medio infectada, pero eso no podía provocar que mi pie fuera un tercio más ancho que su vecino derecho. Mi yo aprensivo ya me ha visto sin él, como el capitán Achab de Moby Dick, subiendo con mucha dificultad las escaleras de su barco, mi casa en mi caso, no valga la redundancia. Mi yo racional cree que es bastante problemático que sin pie pueda resistir en el valle y subir los cuatro pisos de mi casa. ¿Cómo andaré por la montaña con un pie de madera? ¿Trombosis? ¿Diabetes? Quizá coja un cuchillo de cocina y lo abra para ver qué serpientes albergo.
En Pont de Suert el renqueante autobús fue sustituido por un microbús que se hizo cargo de los cuatro únicos viajeros. Fue peor el cambio. Si el autobús se ahogaba en las cuestas, el microbús lo hacía en las rectas también, y hasta en las bajadas. Un trasto deshauciado. El chófer, además, conducía con el culo, no tenía ni idea de cómo entrar las marchas y cada vez que lo hacía parecía que se iba a desmontar la carrocería. Me daban ganas de ponerme yo al volante.
Tres horas antes me había despedido de la pequeña Paula. Ella no sabía que su abuelo se iba al monte. Seguramente la encontraré muy cambiada cuando la vuelva a ver. Ya no será un bebé de días. Ya no tendrá esa inocencia de los recién nacidos. Los niños crecen muy rápidamente, demasiado, me digo, mientras veo a la madre de Paula radiante, con ese trozo de ella que ha llevado nueve meses en su vientre, y que hace nada jugaba con las palomas de la Plaza Catalunya de la mano de su papá, un tipo que entonces era muy joven, lucía una envidiable melena y pesaba veinte kilos menos.
Comiendo, una hora antes de mi despedida de Paula, una ensaladilla rusa excelente con mayonesa de verdad y un jamón de Jabugo con rúcula y tomates cherry, que hasta me gustan, me doy cuenta de la cantidad de ojos azules que han irrumpido en mi vida en los últimos tiempos sin darme cuenta: Paula; Clive Owen, que es su padre; el padre del protagonista de Plan oculto, la película de Spike Lee; su madre; los cuatro hermanos de Clive Owen; Blue Velvet...
Cinco horas antes me levantaba, me duchaba, desayunaba y volvía a ducharme, porque estaba pegajoso, en Sant Cugat. No reparé entonces en mi pie hinchado porque quizá no lo estuviera. Me puse a escribir en el despacho en el que se puede bailar mientras volaba a La Alhambra a través de un documental de la 2. Y soñaba con una cena en uno de los restaurantes del Albayzín, con más vistas que cocina, absorto en esa joya del arte de los nazaríes y en dos lágrimas de ámbar que brillaban intentado emular los muros iluminados de La Roja.

Comentarios

mientrasleo ha dicho que…
Impresionantes las reflexiones que nos llevan a pensar que estamos escuchando la voz de quien las escribe.
Un saludo
José Luis Muñoz ha dicho que…
Muchas gracias, Mientrasleo. Un placer que te sirvan de algo o simplemente te gusten
Paz Sanz ha dicho que…
disfruta de los mosquitos tigre, al menos la hinchazón es algo natural. En mi muñeca de la mano izquierda hay también una hinchazón y moratones provacados por unos delicuentes de la ciudad en la que resido al arrancarme el reloj tras asaltarme en mi propio portal.
José Luis Muñoz ha dicho que…
¿De qué ciudad hablamos, Maripaz, para tomar precauciones?
Anónimo ha dicho que…
Voy a empezar por Clive Owen, perdón por la frivolidad, está como un queso!!!
Por cierto, yo también tengo los ojos azules...
Sí, la inocencia y candidez dura como mucho 15 días, pero cada etapa tiene su encanto, aunque es cierto que la inocencia en estos tiempos que nos toca vivir, a mí parecer, es cada días más breve...
Sí, el tiempo pasa...De padre a abuelo en un "pis pas"...
Siempre comiendo, José Luis, que me da hambre cada vez que te leo...
Sí, a veces, dan ganas de coger el volante de una autobús o cualquier cosa, a veces uno se tropieza con algún inútil...
Espero noticias de tu pie...
Pilar

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