EL APUNTE

LA XENOFOBIA ENTRA

EN CAMPAÑA

Hace unos días, cuando el candidato a la presidencia por el Partido Popular, el señor Mariano Rajoy, expuso en uno de los mítines de campaña sus lineas programáticas en torno al problema de la emigración, con esa medida estrella que es la implementación futura de ese contrato de integración - ¿a qué? ¿a las costumbres? ¿al folclore? ¿a la gastronomía? - extrajo de su fervoroso auditorio uno de los más sonados aplausos. Había tocado la fibra populista de esa desconfianza que la sociedad tiene a todo lo que viene de fuera, a ese recelo que lo foráneo provoca, a ese fácil echar la culpa, porque es el eslavón más débil de nuestra estructura social, al que abandona país, forma de vida, familia y, en lo que es un heroico viaje a la nada, a la muerte muchas veces, sufriendo en carne la teoría darwiniana de la selección de las especies - como antiguamente sobrevivían los esclavos negros en las infames bodegas de los barcos negreros y arribaban a buen puerto sólo los más fuertes - desembarcan en nuestro El Dorado, en la idílica Europa, por agua, tierra y aire.
Este, el de la emigración a un país de emigrantes - no estaría mal revisar una modélica película menor de nuestro cine, UN FRANCO, 14 PESETAS de Carlos Iglesias, que habla de cómo esos emigrantes españoles, sucios, incultos, bárbaros, fueron acogidos con cariño en las sociedades adónde fueron a trabajar; otros no, claro - es un tema candente que habría que analizar en sus justos términos y no lanzando al aire peligrosas ideas populistas que luego tienen desagradables consecuencias. Porque los que emigran desde África, en donde la hambruna es terrible, que es el continente esquilmado, vilipendado, olvidado después de haber sido sobreexplotado por la nefasta colonización de los que ahora se arrogan el derecho a ponerles fronteras, o lo hacen desde América, o desde Oriente, están haciendo lo que nosotros hacíamos o haríamos en situaciones parecidas: sobrevivir, un derecho que nos asiste a todos. Y no hay frontera posible al hambre, o sí la hay y a ello deberían dedicarse los gobiernos y los políticos, que es convertir esos territorios de hambruna en otra cosa, fomentar su desarrollo con políticas de inversión, porque emigrar no es un hobby, es un drama inmenso, es un dolor insufrible.
La emigración debe regularse, por supuesto, porque existen unos limites de asimilación, porque los paises, como las embarcaciones, tienen una capacidad si no quieren naufragar. Emigraciones las hubo siempre, y gracias a las emigraciones, sobre todo las que gozaron los pueblos ribereños, que son siempre los que más evolucionaron por ese constante tránsito de mercancias y costumbres, por el intercambio cultural, los países se han enriquecido. Hablar con desprecio del emigrante que, en su inmensa mayoria, viene a trabajar, que es el que ha invertido nuestro indice demográfico negativo, que es el que renueva con savia nueva nuestro viejo continente, que sanea las arcas de la Seguridad Social gracias a la cual cobraremos nuestras pensiones, que nos ha aportado, a lo largo de siglos, cultura - miles de palabras de origen árabe en nuestra muy respetable lengua castellana; seducción por la música del otro lado del Mediterráneo a la que tanto debemos; una gastronomía cuya riqueza se la debe, precisamente, a esos bárbaros que ahora rechazamos; por no hablar de la numeración, del legado arquitectónico, etc .- que son los que construyen nuestros edificios, cultivan nuestros campos, limpian nuestras calles, cuidan de nuestros niños, se preocupan de nuestros ancianos, es ser un ignorante supino. De la misma forma que demuestra serlo el que ignora que, con la emigración descontrolada, se filtran mafias peligrosas, violentas bandas juveniles que trasplantan sus códigos criminales a las calles de nuestras ciudades, redes de peligrosos yihadistas que duermen entre nosotros y que cualquier día nos despertarán con el atronador sonido de sus bombas, o que el porcentaje de reclusos de nuestras cárceles - la estadística nunca es subjetiva - se ha incrementado notablemente por la afluencia de delicuentes extranjeros. Los de fuera son tan buenos, o tan malos, como los de dentro.
Con similares ojos, hasta que se produjo su integración, hasta que la sociedad los aceptó, se hizo permeable a su forma de ser y admiró su hecho cultural - hoy un cordobés preside la Generalitat y la Feria de Abril de Barcelona es una celebración con una raigambre considerable -, miraban los catalanes de toda la vida a los emigrantes andaluces que fueron los que con su sudor levantaron las ciudades y fábricas de Catalunya. La piel quemada de José María Forn, un filme sociológico ejemplar, retrataba esa realidad con una encomiable equidad. Las novelas del desaparecido Francisco Candel, también.
Hay quien se molesta por ver a las mujeres musulmanas cubiertas por el velo islámico - son ellas las que se lo tienen que sacar, si les apetece hacerlo, y es a nosotros a quienes corresponde ayudarlas si sus maridos se lo imponen -, olvidando que, hace cincuenta años, muchas mujeres de España llevaban un pañuelo en la cabeza o las monjas siguen llevando esos tocados medievales. Hay quien se molesta por el vestuario y las largas barbas de los musulmanes que conservan sus tradiciones entre nosotros, no lo toleran - los judios neoyorquinos hace siglos que van con su indumentaria tradicional por la Gran Manzana y nadie se rasga las vestiduras por ello -, como en los años sesenta una parte de la sociedad de la epoca, el vivero en el que se nutría el franquismo, la España más cutre y reaccionaria, miraba con malos ojos a los que íbamos con tejanos, el pelo largo, la barba poblada, o a las chicas que iban con minifalda y sin sujetador. Siempre hay intolerantes. Y la intolerancia, en el fondo, ese temor al de fuera nace sencillamente de su desconocimiento, de su no aceptación.
Foto: Alicia Núñez
España no se rompe, ni con los nacionalismos catalán, vasco o gallego, ni con los emigrantes subsaharianos, magrebíes, suramericanos o europeos. España ha sido invadida, a lo largo de los siglos, por suevos, alanos, godos, romanos, cartagineses, árabes, berberiscos, y todos fueron asimilados. El flujo humano siempre ha existido, y hay que procurar que se realice sin movimientos traumáticos. El mestizaje es enriquecedor, hace evolucionar a los pueblos, y son precisamete los que no se han abierto a lo de fuera los que más atrasados han sido en su evolución. El mensaje racista y xenófobo puede conducir hacia los momentos históricos más tétricos de la humanidad, a la más nefasta irracionalidad. Por el odio racial, como por la interpretación torticera de la religión, han muerto millones de personas en Europa, Africa y Asia. La sangre de los millones de judios sacrificados en el Holocausto debería hacernos reflexionar acerca de los excesos de la xenofobia, del odio al diferente, por raza, costumbre, atuendo, cultura o religión. Los genocidios son tan próximos, en el tiempo como en la geografia, que deberíamos andarnos con mucho tiento a la hora de aventar determinados discursos de odio y diferencia. Hay un componente racista importante en nuestra sociedad que agita como espantapájaros el político ávido de voto rápido. Normalmente el racista y el xenófobo empieza su discurso negando lo que es: "Yo no soy racista, pero...". Todos somos iguales, hombres, personas, dispuestas a sobrevivir y evolucionar, amantes de los suyos, estemos dónde estemos. Nadie puede arrogarse la propiedad de la Tierra, de los mares, de los cielos. Al final todos somos simplemente ciudadanos del mundo.

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