EL DVD

A muy pocos días de que salga mi novela EL MAL ABSOLUTO (Ed. Algaida) sobre el Holocausto no estaría mal revisar EL PIANISTA, la estremecedora película con la que Polanski se enfrenta a su propio pasado y lo exorciza. ¡Nunca más!
EL PIANISTA
Roman Polanski
Sólo era cuestión de tiempo para que Roman Polanski filmara una película relacionada con el Holocausto. Hace unos años Steven Spielberg le ofreció rodar “La lista de Schindler”, pero el realizador polaco no se sintió con ánimos para llevar a cabo aquel magno proyecto que bordó el cineasta norteamericano. Cuando cayó en manos del director de “Chinatow” el libro autobiográfico de Wladyslaw Szpillman - un superviviente, como el mismo, del horror nazi - supo que era la ocasión para exorcizar un trauma que ha marcado toda su filmografía. Los dramáticos avatares de Szpillman, uno de los mejores pianistas de Polonia y de los pocos judíos que salieron vivos del gueto de Varsovia, se parecen mucho a las peripecias del propio Polanski, salvado del gueto de Cracovia por su padre.
No se espere quien se acerque a “El pianista” una película espectacular al estilo de la excelente “La lista de Schinler”, ni que se carguen las tintas sobre esa raza de verdugos siniestros que camparon a sus anchas bajo las esvásticas. El último film de Polanski es un ejemplo de contención, de cine sin adjetivos, sin subrayados de ningún tipo, porque la historia realmente no los necesita, es trágica y despiadada per se. “El pianista” narra el gradual descenso a los infiernos de una familia de la burguesía judía de Varsovia, los Szpillman, que primero pierden su dinero, pasando de la noche a la mañana del desahogo a la miseria más absoluta, luego su casa, después su dignidad y prevén que, en breve, la vida. La última película del director de “La semilla del diablo” narra el horror cotidiano de la vida en el gueto, la apatía de sus habitantes y, con frecuencia, su insolidaridad, el humano instinto de sobrevivir a cualquier precio, describiendo con maestría como el horror paraliza a las víctimas antes sus verdugos, las degrada moralmente.
Polanski huye expresamente del espectáculo de la violencia quizá porque es plenamente consciente de que el horror que está recreando es reflejo de su propia realidad, pero no por ello la violencia que muestra deja de ser brutal. Un anciano impedido en silla de ruedas es arrojado desde un balcón por los esbirros de las SS y sus familiares asesinados en la calle mientras salen de su vivienda, un escena que es observada, desde la ventana de su casa a oscuras, por la aterrorizada familia Szpillman. Un oficial nazi liquida caprichosamente a media docena de miembros de una columna de trabajo judía con disparos en la nuca tras obligarlos a tumbarse en el suelo. No hay atisbos de rabia en los verdugos, es la suya una violencia fría y sistemática. No es “El pianista” el relato hagiográfico de ningún héroe, sino el de un hombre que huye con expresión aterrorizada de acontecimientos que le sobrepasan. Wladyslaw Szpillman ( una interpretación extraordinaria de Adrien Brody) malvive como una alimaña en pisos cerrados, guardando silencio, sin dar a conocer su presencia, a la espera de que los que le ocultan le puedan alimentar, y observa desde su encierro forzoso, a través de los visillos de las ventanas, lo que sucede a su alrededor. Desde uno de sus refugios asiste al levantamiento del gueto de Varsovia y a su posterior aplastamiento. Desde otro, al asalto por parte de los partisanos polacos a un acuartelamiento de las SS. Sólo la música, real o imaginaria – espléndida la secuencia en que, para no delatar su presencia en la casa en donde se ha refugiado, hace levitar los dedos sobre las teclas de un piano y escucha la melodía en su cabeza – lo salva de tanto horror.
La película contiene momentos estremecedores. En uno de ellos Szpillman es salvado in extremis por un colaboracionista de la policía judía de subir al tren que lo va a llevar al campo de exterminio y vaga, a continuación, por un gueto irrealmente vacío y desolado en cuyas calles yacen abandonados ropas, maletas abiertas y montañas de papeles junto a los cadáveres de los que no han soportado la hambruna y ya forman parte del paisaje cotidiano. En otra, el pianista escala el muro que cierra su horizonte y camina por una Varsovia desierta y en ruinas a causa de los bombardeos, una figura que se vuelve diminuta y surrealista ante las dimensiones de la destrucción que le rodea.
Roman Polanski, con cierto deje de amargura, afirma que “El pianista” es, en el fondo, una película con mensaje positivo. Ese plano del oficial alemán escuchando la prodigiosa recreación pianística del alucinado y famélico Szpillman apunta en esa dirección. El arte, en este caso la música, por encima de la barbarie asesina. El arte que humaniza al distinguido oficial y lo lleva a ayudar al prófugo judío y a interesarse por su nombre, considerarlo un igual, admirarlo.
“El pianista” es cien por cien cine de Polanski, cine de autor, a pesar de la sobriedad de su puesta en escena. La visión de la película ayuda a comprender mejor la obra de este cineasta singular. En sus imágenes se rastrea todo lo kafkiano, grotesco, cruel y claustrofóbico que impregna su larga filmografía. Es su más escalofriante película de terror y un doloroso y necesario ajuste cuentas con el pasado.

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