EL RELATO

EL MUCHACHO INGLÉS
de José Luis Muñoz
Oí en cierta película, de labios de Fernando Fernán Gómez, que nosotros no existíamos. No quiero contradecir a tan augusto personaje; lo que sucede es que no nos hacemos notar, que se nos exige, además de proporcionar un servicio excelente, ser de una absoluta discreción, amables, pero no entrometidos.
La pareja habla entre sí, en la mesa de un restaurante, sobre ciertas intimidades amorosas y la muchacha, una jovencísima Ángela Molina, sonrojada, hacía un gesto a su interlocutor para que hablara más bajito porque el camarero le estaba llenando la copa y podía escucharlos. Con su característica voz, el genial e irascible actor le decía: “Tranquila, no existen, no ven, no oyen. Sólo están aquí para escanciar el vino y traernos los platos”.
Existimos. Y vemos y oímos todo lo que ocurre a nuestro alrededor. Pero aparentamos ser sordos, ciegos y mudos.
Llegué al hotel El Prado de Cangas de Onís casi en el momento de su inauguración. Mis referencias dentro de la hostelería eran intachables: bares de pueblo, tabernas de ciudades medias, figones modestos hasta pasar a restaurantes de cierto postín dentro del principado: lo que se dice una evolución ascendente dentro del ramo. Cuando servía el vino en las copas, no me temblaba el pulso ni caía una sola gota sobre el mantel. Había aprendido a hacer ese gesto preciso, de persona enterada en asuntos de caldos, cuando olía el corcho, una vez destapada la botella, y esperaba en posición de firmes que el marido, siempre él y nunca ella, lo catara. Indefectiblemente decían que el vino estaba correcto. Nunca nadie me había devuelto una botella.
El trabajo es rutinario, pero no aburre porque los huéspedes, por fortuna, cambian cada tres días más o menos y cada uno de ellos llega con su historia a cuestas. Hay quien viene aprovechando las ofertas de fin de semana del hotel. Hay quien se deja caer porque está de paso y se encuentra cansado; de éstos, algunos se enamoran del lugar, de la iglesia románica que está pared con pared con el hotel, de su claustro en donde pueden degustar una copa de coñac mientras hojean el diario, o se maravillan con los hallazgos arqueológicos de las recientes excavaciones. Luego están los extranjeros. Por fortuna a los hoteles del interior suelen venir unos foráneos selectos, enamorados del arte o del paisaje, que nada tienen que ver con los tipos musculosos y con el cuerpo lleno de tatuajes que infestan las playas. Estos clientes foráneos son gente con recursos, con estudios universitarios, de mediana edad o tirando a mayores, europeos salvo algún norteamericano que indefectiblemente es de Nueva York. Y por último está el sector de padres jóvenes, con sus hijos, que se calzan bien de mañana, cuando bajan a desayunar, las botas de montaña y el pantalón corto y emplean todo el día en recorrer los maravillosos lagos de Covadonga, tumbarse sobre una manta en un verde prado o hacer fotos a las vacas de color canela que pacen apaciblemente y no se inmutan.
Aquella pareja salía de todos los estereotipos que tenía sobre viajeros y huéspedes de hoteles. Un matrimonio de cincuenta años del que era difícil averiguar quién de los dos aventajaba al otro en edad. Él me parecía sensiblemente mayor que ella, aunque quizá fuera por la seriedad de su aspecto, porque apenas hablaba, porque se dedicaba a observar mucho y estaba siempre muy atento a las bonitas vistas que se divisaban desde el comedor acristalado. Ella era una mujer madura, elegante y bella a la que podía imaginar saliendo de noche, de la opera, envuelta en un abrigo de visón. El primer día no les presté excesiva atención. Pidieron para cenar el menú del hotel: una sopa de cebollas gratinadas y un bistec de ternera con pimientos.
- Poco hecho, sangrante - me advirtió él mientras cerraba la carta.
- ¿Qué les traigo para beber? “
- Ribera del Duero, por favor.
Se despertaban y bajaban tarde, rozando la hora límite del buffet. Se levantaban poco de la mesa, como si les diera pereza tener que llenarse los platos. No eran muy asiduos a la bollería, pero sí al zumo de naranja. Mientras se enfriaba el café que yo les servía.
- ¿Solo o con leche?
- Con leche, y que la leche esté muy caliente.
- ¿Y la señora?
- Yo quiero la leche templada.
Él leía la prensa de la mañana y ella se miraba las manos con cierta indolencia y posaba luego sus ojos, entre verdes y grisáceos, en el melancólico paisaje. Me di cuenta entonces de lo poco que hablaban. Quizá eso era casarse: permanecer mudo y ausente a la hora del desayuno.
El primer día no salieron. La mañana estaba lluviosa y las nubes que cubrían el cielo eran pertinaces, parecían cogidas con garras a los cuellos de montaña que rodeaban el hotel. Después de desayunar se instalaron en el claustro, tomaron asiento en una de las mesas, pidieron un café extra. Él, en un momento determinado, me hizo una seña.
- ¿Cómo se puede visitar la iglesia?
- Yo tengo la llave, señor. ¿Me acompaña?
Me acompañó. Giré dos veces la gran llave en la vetusta cerradura, empujé la puerta claveteada y encendí las luces. Lo dejé diez minutos a solas. Me retiré discretamente. Cuando regresé ya no estaba. Cerré las luces y la puerta. Me di cuenta, al cruzar el claustro, que habían cambiado de mesa, y que alguien se les había añadido, un joven de unos veintipocos años con el cabello rubio, largo, ojos azules y delgada nariz. Parecía extranjero. Charlaba animadamente con ella, con cierta familiaridad, como si se conocieran, un poco al margen de él, que permanecía enfrascado en la lectura de un libro. Leí el título mientras llevaba unos zumos de naranja a dos matrimonios de alemanes que regresaban empapados de una excursión por los Picos de Europa: “El lobo estepario” de Herman Hesse. Me dije que el título estaba en consonancia con quien lo leía. Su mujer y aquel joven reían abiertamente; él permanecía serio, concentrado en la lectura de su libro, como si no existieran.
Covadonga estaba aquella mañana en recepción. Era una rubia asturiana, algo recia, de ojos azules, bastante guapa, simpática, mucho más celta que íbera.
- Con este tiempo vamos a tener gente para comer.
- Ni que lo digas - me puse a su lado, detrás del mostrador. Desde allí también se dominaba la mesa objeto de mi curiosidad. Le di un codazo a la recepcionista.
- ¿Quién es ese chico?
- ¿El rubio que está riendo?
- Sí, ése. El rubio.
- Guapo ¿no?
- Tú sabrás. A mi todavía no me ha dado por ahí.
- ¿Y no sabes cuándo alguien es guapo o no? ¡Vaya prejuicios! Es un inglés, ha llegado esta mañana. Es la mar de simpático el chico. Creo que se llama Malcom.
- Malcom, Jack, Peter. ¡Qué más da! Pues parece que se conocen de toda la vida.
Coincidieron durante la cena. El joven inglés pidió permiso para sentarse con el matrimonio cincuentón. El marido enarcó las cejas, algo perplejo, pero ella enseguida le ofreció la silla de al lado. Bebieron dos botellas de vino. Y la bebieron ella y el extranjero. El marido se limitó a contemplarlos. La situación era extraña. Yo maquinaba cualquier excusa para pasar por su lado porque el ambiente anómalo que se estaba creando me producía un punto de excitación. Hablaban entre ellos en inglés. No entendía nada a pesar de que solía ver películas en versión original. El muchacho y la mujer tomaron de postre manzanas al horno con relleno de crema, por recomendación mía que les dije que era el postre estrella de la región.
-No hay mejores manzanas que las asturianas: fabricamos sidra.
- Claro, claro.
El marido pidió simplemente un orujo. Luego se levantaron y siguieron la conversación en una mesa del claustro. El marido siguió manteniéndose al margen, atento a las noticias del televisor. Poco antes de las once se retiraron todos a dormir.
- Covadonga.
- ¿Qué?
- ¿Qué pensarías de un matrimonio que no se habla en ningún momento? No se hablan mientras desayunan, no se hablan en la cena, no se cogen de la mano, no se miran a la cara.
- Que es un matrimonio normal.
- ¿Eso piensas tú?
- Claro. Por eso no me caso.
Al día siguiente hizo sol. El viento nocturno había deshilachado las últimas nubes del temporal que se había formado en el Cantábrico. El matrimonio bajó antes a desayunar. El inglés ya había desayunado y paseaba por los alrededores del pórtico de la ermita haciendo fotos con una cámara cara. Lo vi en las dos ocasiones que llevé el equipaje hasta la habitación de unos nuevos huéspedes. Luego el matrimonio salió al exterior. Seguramente iban a hacer alguna excursión. Él se había puesto un atuendo deportivo, unos zapatos de ante, una zamarra de piel y unos pantalones de lona beige. Ella iba con tejanos ceñidos, una blusa entreabierta, un jersey de lana liado al cuello y zapatillas deportivas. Me fijé en ella. Era francamente guapa, una mujer con una buena madurez y el cutis suave. Me gustaba su delgadez, lo finos que eran los rasgos de su rostro, la forma segura al caminar, controlando el cuerpo, que no se balanceara en exceso. Se dirigieron hacia donde tenían aparcado el todoterreno y ya estaban a punto de embarcarse en él cuando se les acercó el inglés. Estaba lejos, en la recepción, el sol me daba en los ojos, pero juraría que el marido puso cara de enojo, tanto como ella de alegría. Finalmente el muchacho subió con ellos, partieron.
- Hoy habrá poco trabajo en el comedor a la hora de comer. Todos han marchado o a los Picos de Europa, o a Cabrales o al Naranco.
- Pues sabes que yo no he estado en ninguno de esos lugares.
-¿No? – dijo, componiendo una expresión de incredulidad la recepcionista -. Ya te llevaré yo un día de excursión, cuando libremos.
Comí con Covadonga. Sería perfecta si no tuviera esas caderas tan amplias y piernas de montañista, con amplias rodillas y ausencia de forma en los tobillos. Era una muchacha fuerte. También es que comía mucho. Era muy joven. Y muy sana. A veces me asaltaba la tentación de pellizcarla en el brazo rollizo y ligeramente pecoso o morderle uno de sus carrillos.
- ¿Qué miras?
- Te miro mientras comes.
- Pues me pones nerviosa.
- ¿Por qué?
- Porque no me gusta que me miren.
- ¿Qué tiene de malo mirar a una chica bonita?
- Yo no lo soy, Tomás. ¡Qué mentiroso que llegáis a ser los hombres! Además, a ti la que te gusta es esa huésped misteriosa. No le quitas ojo.
- ¿Se nota? – llené su vaso de vino y, a continuación, el mío.
- ¡Si se nota! Pones cara de besugo.
- Me llama la atención su situación. Y ese inglés que no se lo sacan de encima. Parece que lo hayan adoptado.
- Le gusta a ella.
- ¿Tú crees?
- Se nota.
- ¿Y el marido?
- Parece acostumbrado.
- ¿Qué son, entonces? ¿Un matrimonio abierto?
- ¿Qué quieres decir con eso de matrimonio abierto? – preguntó frunciendo el ceño.
- Pues…que tienen opción para relacionarse con otras personas sin que se rompa el vínculo.
-¡Eres muy peliculero!
Llegaron tarde. Fueron de los últimos en pasar al comedor a cenar. Los acomodé en una mesa situada en una esquina. No vino el inglés. En uno de mis servicios en el claustro del bar vi al extranjero. Estaba solo, en una mesa, con las manos juntas, como si rezara, y el rostro entre ellas. Una actitud pensativa. No me miró aunque pasé varias veces por su lado. Seguramente no existía para él.
El marido firmó la cuenta a las once y media de la noche, tras pedir su copa de orujo. Salieron juntos, pero en el pasillo se separaron. Intercambiaron unas palabras. Él parecía cansado, quizá de la caminata de la mañana, y ella, al parecer, no tenía sueño. Se despidieron y tomaron rumbos dispares. Vi como él subía las escaleras que llevaban directamente a las habitaciones de la segunda planta y como ella se encaminaba despacio hacia el bar. No me equivoqué. Dos minutos más tarde hacía compañía al inglés, pero no hablaron, ni rieron, permanecieron el uno sentado al lado del otro sin decirse nada, sin mirarse.
- ¿Qué hace tu novia? – me preguntó, riendo, Covadonga.
- No tengo más novia que tú – le dije.
La muchacha se puso roja como un tomate.
- No me digas esas cosas, ni en broma.
- ¿No te gustaría?
- No quiero rollos en el trabajo.
La mujer de cincuenta años – ahora que la veía mejor quizá tuviera algunos menos, cuarenta y cinco, y su marido algunos, más, cincuenta y cinco – salió del hotel y se dirigió hacia el pórtico de la Iglesia que se iluminaba todas las noches. Había huéspedes que se alojaban en Cangas de Onís sólo por el gustazo de dormir al lado de una obra de arte como aquella. Los comprendía; yo también lo haría si fuera un hombre de recursos. La observé aprovechando un rato libre. Encendí un cigarrillo. Entonces pasó por delante de mí el muchacho inglés. Nos miramos un instante a la cara, una décima de segundo. Me di cuenta de que estaba enamorado, no había que ser muy perspicaz para captarlo. Esas cosas se notan. En los ojos, de pupilas brillantes, cargados de deseo, perdidas en el vacío. También fue hacia la iglesia.
Al principio no se dijeron nada. Contemplaban, simplemente, los detalles de los capiteles románicos separados por unos pasos, como dos amantes del arte. Luego, sencillamente, se fundieron en un abrazo, se besaron apasionadamente, salieron de la zona de luces para precipitarse en la zona de sombras. Arrojé la colilla al suelo, furioso, la pisoteé, volví al interior.
- ¿Qué te pasa?
- Nada – le respondí a Covadonga.
Dormí poco y mal aquella noche. Me enfurecí por mi comportamiento. Me estaba obsesionando por la conducta de unos huéspedes, algo que no me incumbía y no me había sucedió nunca antes. Cerraba los ojos y veía a la pareja besándose. Luego los imaginaba desnudos, en la habitación de él, revolcándose por la cama. Me resistía a la idea de que estaba celoso, pero tuve que admitirlo cuando me sorprendí odiando intensamente al maldito muchacho inglés.
Al día siguiente hizo un tiempo malo. Llovía con fuerza y soplaba un viento atroz que movía las ramas de los árboles del bosque de eucaliptos cercano y expandía su intenso perfume. Me fijé enseguida en la cara hosca de la mujer mientras les colocaba las tazas del desayuno y les preguntaba, por cortesía, si querían café con leche, té o chocolate.
- Café con leche para mí – dijo él.
- ¿Y usted, señora?
No me contestó. Me fijé en su cara: tenía las ojeras muy marcadas, de no haber dormido en toda la noche, el cutis algo ajado, con aspecto de cansancio. Me fijé, también, en un pañuelo de seda que rodeaba su cuello.
- Lo mismo para ella – dijo él.
Los observé mientras desayunaban, aunque debería decir mientras permanecieron absortos y silenciosos ante las tazas de café con leche humeantes, sin dirigirse la palabra, sin levantarse a coger ninguna pieza de bollería, los huevos revueltos o el zumo de naranja. No hablaban, pero las miradas eran elocuentes. Él estaba en tensión; ella compungida, abatida.
En un momento determinado él se levantó de la mesa y marchó, dejándola sola. Lo seguí, tras dudar un rato. Me crucé con Covadonga por el pasillo. La sonreí y ella enrojeció mientras me decía muy bajito.
- Cuidado que eres burro.
El hombre salió al exterior y buscó su coche en el aparcamiento. Había dejado de llover momentáneamente, pero lo haría dentro de pocas horas, y con mayor intensidad. Buscaba a alguien. Miraba a derecha e izquierda. Finalmente dio con él. El inglés. Estaba cobijado debajo de la copa de un árbol, fumando; se frotaba las manos cuando tenía el cigarrillo en los labios. Lo vio llegar. No se alteró. Deseé que el hombre de más de cincuenta años lo golpeara; yo lo hubiera hecho. Dejaría que se pegaran, que lo derribara al suelo y entonces saldría para intervenir y separarlos. Me quedé frustrado. Hablaban a escasa distancia, pero el marido agraviado sonreía inexplicablemente y cogía amistosamente al muchacho inglés por el hombro. Pero lo que más me sorprendió es que ambos subieran al todoterreno de él y salieran del hotel. Había cosas que no entendía. Cuando regresé al comedor, a retirar las mesas, la mujer ya no estaba. No la volví a ver hasta la noche.
Aquella noche el matrimonio hizo una consumición excepcional tras terminar la cena. El marido me hizo una seña. Parecía muy contento, en realidad estaba eufórico, y eso aun me desconcertaba más. Su voz, por una vez, no tenía ese tono hosco característico, sino que era jovial.
- Sírvanos una botella de champaña.
- ¿Qué marca quieren los señores?
- Francés. El que sea – luego rectificó -. El más caro que tengan.
Por primera vez los oí hablar. Por primera vez le vi a él coger entre las suyas la mano de ella y apretarla con dulzura. Aparté la vista, confundido, celoso y sin entender nada de aquel cambio repentino.
No bajaron a desayunar a la mañana siguiente. Esperé que lo hicieran en el último momento. Quizá la botella extra de champaña francés les había alargado el sueño. Pero dieron las once y no se presentaron. Retiramos las mesas del desayuno. Fui a servir cafés al claustro. Puede que se hubieran rezagado y estuvieran allí. Ni rastro. Me crucé con Covadonga, que iba cargada con una bandeja de bollería con destino a la cafetería del bar.
- No los busques – me dijo con misterio.
- ¿Por qué?
- Porque marcharon.
- ¿Cuándo? – casi chillé.
- No lo sé. Yo no estaba en recepción.
Fui a recepción. Estaba Merche, una cántabra más íbera que celta que me detestaba sin que supiera exactamente por qué. Quizá porque coqueteaba abiertamente con Covadonga y a ella no le decía nada. Quizá porque odiaba a los de Babia.
- ¿Cuándo ha marchado ese matrimonio?
Levantó los ojos del mostrador, me miró a través de sus gafas.
- ¿De qué matrimonio hablas?
- De uno de mediana edad. Él cincuenta y cinco, ella cuarenta y cinco, elegantes, con un todoterreno verde, que llevaban cuatro días....
- ¿Esos? Se fueron antes de las ocho. Al parecer tenían prisa.
Permanecí el resto del día desolado. Serví la comida todavía con la esperanza de verlos entrar en el comedor. Lo mismo hice durante la cena, en vano. El maître, don Gonzalo, me llamó en un aparte.
- ¿Qué cojones te pasa, Tomás? – me preguntó mientras ponía su mano sobre mi hombro - ¿Estás en Babia o en un funeral?
- Perdone. No me encuentro bien.
- Parece que te duela el hígado, chico. ¡Cambia esa cara!
Tampoco vi al inglés. Ni en el bar – la mesa que solía ocupar estaba vacía -, ni en los jardines, ni en el salón viendo el televisor. Abordé a Covadonga, que estaba en recepción de nuevo.
- ¿Y el chico inglés? ¿Se ha ido también?
- ¿Ése? No, que yo sepa. Ni ha regresado – dijo mirando hacia el casillero -. La llave está aquí.
Al día siguiente el muchacho inglés tampoco apareció. No bajó a desayunar, ni a comer, ni a cenar, ni se dejó caer por el bar. Le pedí la llave de la habitación a Covadonga.
- ¿Qué vas a hacer?
- Cerciorarme de que no ha huido dejando la cuenta pendiente. ¿Llegó con su coche al hotel?
- No, creo que llegó en autobús. No tiene aspecto de tener coche. Ése es de los que se desplazan haciendo autostop.
Me acompañó Covadonga a la habitación. Me seguía jadeando. Yo subí las escaleras de la segunda planta de dos en dos.
- Estás loco, completamente loco – me decía.-. Esa mujer te ha enloquecido.
Abrí la puerta tras llamar dos veces y no obtener respuesta. Entramos, a pesar del visible letrero de “No molesten” colgado del picaporte. La habitación estaba vacía, la cama hecha, el lavabo impoluto. Abrimos el armario. Tenía la ropa colgada de las perchas, la maleta cerrada, una cámara de fotos, unos carretes gastados al lado. Los cogí sin que lo advirtiera Covadonga y me los metí en el bolsillo del pantalón.
- No lo entiendo – decía ella mientras recorría la habitación -. ¿Dónde estará ese muchacho? ¿Y si se ha perdido por la montaña? ¿No deberíamos dar aviso a la Guardia Civil?
- Ya saldrá – dije yo.
Sabía que era cuestión de tiempo, simplemente tiempo. Dos días más tarde su cadáver pasó flotando por debajo del puntiagudo arco del puente de Cangas de Onís y quedó varado en la orilla. Unos niños lo descubrieron. La Guardia Civil lo sacó del río. Aparentemente era un accidente típico de excursionista que no hace caso a los partes meteorológicos y se aventura por la montaña sin ropa, calzado adecuado ni mapas. Presentaba, según leí en los periódicos, un fuerte golpe en la sien, producido durante la caída al río. Quizá había permanecido varios días enredado entre los hierbajos del curso alto del río antes de que una avenida de agua lo arrastrara hasta Cangas.
Al Hotel vinieron un par de inspectores de la policía. Pura rutina. Hablaron con Covadonga, con Merche, con el maître don Gonzalo, con la directora y conmigo. Estaban en el despacho de la directora cuando entré para contestar a sus preguntas.
- Sólo es un minuto para descartar cualquier cosa sobre ese pobre muchacho – me dijo uno de ellos, que llevaba un poblado bigote y que a pesar de que tenía tos bronquial no se desprendía de un cigarrillo que llevaba prendido a la boca -. ¿Estaba solo ese chico?
- Sí. Vino solo al hotel. Me parece que llegó en un coche de línea.
- ¿Se relacionó con algún huésped mientras permaneció hospedado? ¿Fue con alguien de excursión?
- No, que yo sepa.
- Sus compañeros nos han dicho que a veces se sentaba con un matrimonio de mediana edad.
- Sí, cierto, no me acordaba. Entablaron cierta relación. Coincidieron un día para cenar.
- ¿Cuándo lo vio por última vez?
- Creo que fue hace tres días – aventuré.
- ¿Estaba desayunando? ¿Comiendo? ¿Qué hacía?
- No, enfilaba la salida del Hotel.
- ¿Solo?
- Sí, se iba andando. Quizá fuera a coger un autobús de línea que para en el pueblo de al lado y va al Parque Nacional de Covadonga.
- Hace tres días descargó una buena tormenta. ¿Y él se iba de excursión, por su propio pie?
- En aquel momento había dejado de llover.
- Estos extranjeros están locos. Se meten en la montaña sin informarse de los peligros que entraña – le dijo el del bigote a su compañero.
- Bueno – dijo el otro, levantándose y mirándome -. Gracias. Eso es todo – y a su compañero – Habrá que avisar a su familia y repatriarlo. ¡Vaya palo volver muerto de las vacaciones!
- ¿Cómo se llamaba? – les pregunté volviéndome, cuando ya abría la puerta.
Me miraron con extrañeza. Se miraron entre sí.
- ¿Por qué lo quiere saber?
- Lo he estado tratando todos estos días, sirviéndole el desayuno y la cena, y me duele no saber ni siquiera el nombre de ese pobre chico.
- Malcom. Se llama Malcom. Bueno, se llamaba.
Revelé los carretes de Malcom dos semanas más tarde. Me encerré con las fotos en mi cuarto y cerré la puerta con llave. Estaba preso de agitación, tenso, las manos me sudaban. Había paisajes, vacas, ríos, casas de campo, arcos románicos, capiteles, hórreos, montículos de paja. Y ella. Siete fotos de ella. Siete hermosas instantáneas. Dos eran primeros planos de su rostro sonriente, adorable y feliz. Había quedado muy bien, era indudablemente fotogénica, como una actriz de película de los años cincuenta en blanco y negro. ¿Lauren Bacall o Jean Simona? Las otras cinco eran retratos de cuerpo entero, disparadas en la habitación del hotel; en tres de ellas vestida, en las otras dos, desnuda. Las acaricié suavemente con el índice. Tenía un bonito cuerpo, tal como me lo imaginaba. Acerqué mis labios. La besé. Estuve con ella hasta la hora de servir la cena.
Los huéspedes habían cambiado. Los hoteles tienen una gran rotación. No conocía a ninguno de los recién llegados. Caras extrañas. Muchos niños, algunos maleducados por sus padres, tirándose migas de pan, como si estuvieran en el comedor del colegio.
- Tomás – me dijo el maître don Gonzalo -. Encárgate de esa mesa.
Doblé la servilleta blanca sobre la manga del esmoquin negro. Me acerqué. Hice una pequeña reverencia mientras les daba la bienvenida al hotel. Me fijé en él. Era, sin duda, bastante mayor que ella. Y en ella, que no era muy guapa, cierto, pero sí muy joven. Quizá fuera su hija. Pero no podía serlo tal cómo la miraba él.
- ¿Qué nos recomienda?
- El panaché de verduras está exquisito, señor. Y las costillitas de cabrito rebozadas son muy tiernas.
- Bueno – dudó -. Seguiremos leyendo la carta. Lo que sí tenemos claro es el vino. Un Yllera.
Cuando volví a la mesa para servir el vino, él tenía entre las suyas la mano de ella y hablaba de ciertas intimidades. Oí que él le decía que estaba ansioso por subir a la habitación y ver que tal le sentaba un salto de cama rojo que le había comprado. La miré a ella: forzosamente tenía que sentarle bien, porque era joven, y esa edad a una mujer cualquier prenda le cae a la perfección. Vi como a la muchacha le subían los colores al verme, desde el cuello a las mejillas, como éstas parecían estar a punto de estallar.
- Fernando, por favor, que te oye el camarero.
- No existen querida. Sólo están para llenarnos las copas, para traernos los platos. No existen.


Distinciones obtenidas por EL MUCHACHO INGLÉS
Paradores de Turismo (2002) Accésit
Ayuntamiento de Garrucha (2005) Accésit
Font de Mora – IES Las Salinas (2005) Premio
Ciutat de Benicassim (2006) Premio

EL MUCHACHO INGLÉS, escrito durante una estancia en el Parador Nacional de Cangas de Onís, en Asturias, en donde transcurre el relato, fue publicado en una exquisita edicion por el Ayuntamiento de Garrucha, acompañando a otro relato mio, por cierto, EL BESO, y formaría parte luego del libro de relatos de viajes VIAJEROS DE SI MISMOS que publicó la editorial Brosquil y fue galardonado con el II Premio de Literatura de Viajes Ciutat de Benicassim. Si le interesa adquirirlo clique sobre el titulo del libro Viajeros de sí mismos

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