FIRMA INVITADA

Mi buen amigo Juan Bas me envía este relato "filantrópico", según sus palabras textuales. Conociéndole no me extraña su irónica calificación. La corbata del novio es un magnífico relato bañado por ese humor salvaje que es la salsa característica que vierte Juan Bas en todo lo que escribe. El desmadre de una despedida de soltero y la boda que viene luego le sirve al bilbaino para montar una historia a sus anchas. Real como la vida misma. Lo que narra Juan Bas sucedió.

LA CORBATA DEL NOVIO
Juan Bas

«Las armas las carga el diablo y las dispara un gilipollas».
Proverbio militar

I. LAS DESPEDIDAS

El novio, su hermano y sus amigos comenzaron la despedida de soltero por la tarde y en plan exhibición callejera. El prolegómeno de la celebración consistió en una densa ronda de cervezas y cubatas por el dédalo de bares habituales. En muchos casos soplaron en la calle, a la puerta de los mismos, pues hacía bueno, abundaba el personal en trance de esparcimiento y los despachos de bebidas estaban llenos hasta la bandera.
Por supuesto, era sábado.
La novia y sus amigas optaron por quedar directamente para cenar. Lo hicieron en un restaurante chino ¾al que Sanidad le había levantado hacía poco el precinto¾, en la gran mesa redonda con espacio central giratorio, de la que por exceso de ímpetu en la tracción animal no tardó en salir volando algún chop-suey y las costillas agridulces del abuelo Tchong.
Para la ocasión, el novio se había disfrazado e interpretaba el rol de boxeador en el momento en que sale al ring: botas reglamentarias, calzón fosforescente hasta la rodilla, batín satinado con solapas plateadas y guantes de cinco onzas de color rojo sangre, premonitorio. Avanzaba por la calle o se quedaba en la puerta de los tugurios sin parar de bailotear; hacía fintas como si cazara moscas y soltaba a todo dios crochets y ganchos; es decir, daba el soberano coñazo. Pero era su día y había que aguantarlo. Como prometió que no se iba a quitar los guantes de boxeo en toda la noche, se veían obligados a darle de beber aplicándole los cancarros a las fauces, y para mear, le ponía su hermano, que como era el mayor ya estaba acostumbrado de cuando eran críos.
El hermano del novio, por cierto, iba asado. Se había embutido en un disfraz de foam de cuerpo entero que remedaba toscamente un desnudo de morfología femenina realzado con tetorras de goma, culazo de plástico y un coño enorme rodeado de una selva negra de ensortijados pendejos con textura de estropajo. Parecía la obra maestra del asesino despellejador Buffalo Bill en El silencio de los corderos. Completaba el salaz atuendo con una gran peluca de pelo sintético rubio platino y tanto maquillaje como para pintar una puerta.
Las amigas de la novia lucían sendas diademas en las frentes con pollas de plástico erectas y testículos lampiños. Los del chino les habían permitido llevar su propio postre: una tarta con idénticos motivos y proboscídeo priapismo que la novia troceó con el cuchillo entre risitas histéricas.
El novio y su peña, ya muy pedos, se apañaron a modo de cena con unas salchichas en una cervecería de confianza, donde les permitieron estar solos en una dependencia con una gran mesa corrida. La única y curtida puta llegó a la hora convenida para servir de prenda ganadora en el juego del palillo más largo.
A la novia, las amigas le regalaron un conjunto de lencería erótica de color rojo sangre, premonitorio, comprada en un sex-shop, que hubiera azorado a la propia Mesalina. Le obligaron a que se pusiera la inverosímil braga y el ventilado sujetador en los insalubres servicios del chino.

En la cervecería, la puta aguardaba a ver quién sacaba el palillo más largo cada vez. Una vez resuelto el enigma, la chica se metía debajo de la mesa, iba a cuatro patas hasta la entrepierna del agraciado y le hacía una mamada mientras la horda cantaba a coro con las bocas pringadas de esa mostaza que recuerda a la cagalera de niño y se pasaba de mano en mano una jarra de cerveza tamaño balde apagafuegos.
La novia y sus amigas, bastante tocadas a cuenta de los repetidos vasitos de licor chino, que era en realidad orujo a granel, continuaron la fiesta en un local de strip-tease masculino. La novia, sentada en el escenario, se sofocó con el paquetón envuelto en tanga de leopardo que le restregaban por la cara. Gracias al cava semiseco del local, se animó a levantarse la falda, enseñó la braga agujereada que le habían regalado y dejó que el boy metiera un poco la cabeza por allí debajo.
Ya en la habitación de hotel que habían reservado, el novio, su hermano, sus amigos y la voluntariosa puta, coronaron la fiesta. El novio, con los calzones en los tobillos, restregaba los pechos de la chica con los guantes de boxeo y procuraba a duras penas estar a la altura de la modélica cabalgada de la profesional. La peña jaleaba la faena con aullidos rítmicos y el hermano del novio, amparado en su disfraz metafemenino, imitaba los serpenteantes sube y baja de la puta sentado también a horcajadas sobre uno de los vociferantes.
Las amigas de la novia insistieron en que se tirara al macizo boy en un reservado; ya habían pagado el polvo a escote. La novia estuvo a punto de caer en la tentación, pero al final se rajó. Una de las amigas, conocida a sus espaldas como La Malfollá y El Tapón, decidió que era un despilfarro no aprovechar aquel solomillo de carne magra y el servicio ya apoquinado; se lo benefició ella. El boy era un chaval muy joven y novato en la coyunda mercenaria y la eyaculación precoz fue rigurosa a pesar de que La Malfollá era el antídoto de la lujuria.

Al novio, su hermano y sus amigos los echaron del hotel por el exceso de decibelios. Ya en la calle, el hermano, que era un bromista nato, se vengó de la afrenta: llamó desde una cabina al hotel para anunciar que había una bomba colocada en el establecimiento y que iba a estallar en cinco minutos. Lloraron todos de risa al ver la estampida de la clientela en paños menores y al alba.


II. LA CEREMONIA

El cura aprovechó el quorum para extenderse en la homilía sobre las costumbres disolventes de esta sociedad materialista. Al oficiar una boda tenía más parroquia en la iglesia que el habitual puñado de momias meapilas a punto de entregar la cuchara y se enardeció con la sarta de chorradas.
La pareja de niños repelentes encargados de llevar las arras pidieron por los males del mundo con frases de una cursilería tal que por comparación Sonrisas y lágrimas resultaba ácida.
El cura arrugó el morro al comprobar de reojo que las canastas del cepillo no volvían lo cargadas de guita que era de esperar en tal evento. «No les perdones, Señor, porque sí saben lo que hacen…, mezquinos cabrones», pensó.
El novio y la novia, flanqueados por el padrino y la madrina: el padre de ella y la madre de él, fueron desposados.

Entre los invitados abundaban las clásicas camisas blancas; sin embargo, el hermano del novio vestía bajo la americana oscura una camisa color rojo sangre, premonitorio.
Cuando los novios salieron del templo, el bombardeo de arroz fue tan denso y con tanta saña que cegó por completo a los recién casados y les hizo avanzar a tientas al estilo Lawrence de Arabia durante una tormenta de arena. El bromista del hermano del novio dio la vuelta de tuerca arrojando con vehemencia de catapulta un kilo de garbanzos. La madrina, su madre, pisó luego los garbanzos y se dio una buena talegada. Mientras la levantaban y comprobaban que no se había roto nada, la señora llamaba a su hijo a gritos «malasombra» y «mamarracho».
Pero el hermano del novio era difícil de desanimar. Agotados las legumbres, animó el cotarro con una horrísona bocina de camión que fue saludada por los invitados con imaginativos insultos.
La novia lanzó el ramo de espaldas a las invitadas solteras, arracimadas en formación de equipo de rugby para capturarlo. El ramo rebotó en la imposible pamela color rojo sangre, premonitorio, de La Malfollá, y cayó sobre un cagarro de perro.
Los novios se metieron en el coche, una berlina cubierta íntegramente de tiras de papel higiénico y condones inflados, y se dirigieron al restaurante para el banquete. Un globo rojo sangre, premonitorio, con forma de picha, conectado al tubo de escape, consiguió la plena erección a medio trayecto, estalló frente a un semáforo y levantó en vilo a los viandantes.


y III. EL ÁGAPE

El banquete se despachaba en un macrorrestaurante del tamaño y la estética de un hangar para aviones. Se celebraban cinco bodas a la vez. Lo que se perpetraba en la cocina del restaurante chino desprecintado por Sanidad, era un juego de niños en comparación con los atentados contra los derechos humanos que se practicaban en los fogones cuarteleros de aquella desaforada sucursal del infierno.

En un momento dado, las cinco novias vestidas de blanco coincidieron en los servicios. Una se retocaba el maquillaje en el lavabo, otra se estiraba los tensores del liguero, otra hacía aguas menores, la cuarta se metía con una prima una raya de perico que era algo de speed con rascaduras de la pared y la quinta se ocultaba también en un retrete, pero del servicio de hombres, porque echaba un cohetillo de popa con un antiguo amante. A esta última, un amiguete del novio, instalado en el retrete de al lado y subido a la taza, le sacaba una comprometedora foto con su teléfono móvil de última generación; foto que el recién casado y todos los de su oficina recibieron por correo electrónico.
En nuestra boda, tras los inevitables langostinos congelados rustidos con napalm, platos de jamón serrano más de mazmorra que de bodega y fritos variados con croquetas de fósil de bacalao emparedado en grava, ya no quedaba ningún invitado con la chaqueta puesta ni con el nudo de la corbata más arriba del esternón.
Un pequeño grupo fogueado en mil verbenas ponía música ambiente en directo y después se encargaría del bailongo. El padrino, ya cocido, se había remangado una pernera del pantalón hasta la rodilla y le daba la murga a la morenaza de los teclados, que lucía unos maravillosos zapatos de salón rojos sangre, premonitorios.
Se hizo la oscuridad en el comedor y entraron todos los camareros en hilera para servir al unísono el plato de pescado: rodaballo microcéfalo de piscifactoría bañado en una mefítica salsa de almendras. Los camareros desfilaron a los compases del tema principal de Fiebre del sábado noche, con sendas bengalas chisporroteantes insertadas en las bandejas.
La Malfollá se atragantó con una espina, le entraron arcadas y vomitó en su pamela.
Tras los medallones de solomillo a la plancha descongelados dos veces, con tanto sabor como el pan de hostias y la jugosidad de un chicle masticado por un epiléptico, acompañados por unas vigas de patata fritas en el mismo aceite que les arrojaron a los aqueos desde las murallas de Troya, la novia repartió a las invitadas regalitos cursis y el padrino, que no contento con el desenfado de la pernera remangada se había tocado la testa con la servilleta atada con cuatro nudos, vegueros para los hombres.
La tarta nupcial de cuatro pisos, con unos muñequitos en la cumbre representando a los novios, que parecían más propios de una venganza vudú, fue cortada por la pareja de recién casados, muñidos para tal menester de un espadón medieval de hojalata.
Mientras repartían el postre, completado por dos bolas de helado tan atractivas como los testículos del Yeti, se subastó la liga de la novia, que por supuesto hubo de quitársela a la vista y jaleo de todos, enseñando cacha hasta la ingle y entre gritos de «vivan los novios…, el padrino… la madrina…», y hasta el cura, una pálida termita que comía como una lima en la presidencia, junto a los novios.

Todos estaban extrañados de que el hermano del novio no hubiera amenizado el ágape con una de sus pesadas bromas. Pero el baldragas no iba a defraudarles, se reservaba para el final, para la subasta de la corbata de su hermano, cortada en tantos trozos como fuera posible para obtener la máxima rentabilidad.
El hermano del novio, que había desaparecido del comedor, volvió con la camisa roja sangre, premonitoria, por fuera del pantalón y acompañado de la elite de amigotes, los que en una carrera de lerdos hubieran llegado en apretado sprint con él. Blandía en las manos una motosierra como la de La matanza de Texas, con la que iba a cortar la corbata. Entre las risas y el jolgorio de todos, especialmente de su hermano, tiró de la cuerda que ponía en marcha el artefacto e hizo como que iba a cortarle un brazo al cura, que lo bendijo con prevención, como a un endemoniado.
El hermano bromista se acercó al hermano novio, puesto de pie y colocado entre su esposa y el cura. Un amigote extendió y sostuvo la corbata. El hermano se dispuso a cercenar el primer segmento. El motor de la sierra mecánica rugía como una moto acelerada al máximo.
Fue visto y no visto. La banda rodante de la sierra se enganchó en la punta de la corbata; el hermano no tuvo tiempo material de pararla ni de soltarla; la sierra se comió rápidamente los centímetros de corbata, que tiraron del cuello del novio tras de sí. La sierra lo decapitó con limpieza de guillotina. El novio acéfalo permaneció de pie, las manos se movieron como si siguieran el ritmo de la tonada de Los pajaritos que interpretaba el grupo musical y que fue sustituida por un grito de horror unánime. La sangre, ayudada por la elevada presión arterial debida al alcohol consumido y a la excitación, salió como un géiser, en un surtidor que llegó hasta el techo y cubrió a la blanca novia histérica como a Carrie cuando le tiran el cubo de sangre de cerdo. El tegumentoso cura también se llevó su ración de hemoglobina en la cérea calva, al igual que todos los que estaban a cinco metros a la redonda e incluso los restos de tarta nupcial, adornada con muchas volutas de nata, cambiaron de color.
La cabeza del novio, desde el suelo, frunció el ceño y si alguien hubiera podido leerle los labios, dijo sin voz, pues no había aire enviado por los pulmones que la timbrara: «Joder, hermano. Como te pasas…»
El hermano, antes de que llegara la policía, desenredó la corbata fatal de la sierra ensangrentada. Curiosamente, estaba bastante entera; serviría. Entre la confusión, huyó a los servicios, se encerró en el mismo retrete del polvo fotografiado y no sin dificultad se ahorcó, valiéndose de un ganchito del techo como colocado allí ex profeso, con la corbata del novio.


Juan Bas (Bilbao, 1959) Estudió Derecho en la Universidad de Deusto pero abandonó la carrera sin llegar a finalizarla. Gran amante del cine y de su ciudad, en 1981 comenzó su carrera como escritor con una serie de guiones para la emisora de radio Radio 3, titulada Los casos de la Ribera que contaba diversas peripecias de un detective muy peculiar por el casco viejo bilbaíno. Tras realizar el servicio militar en Barcelona decidió establecerse allí, comenzando a trabajar como guionista para diversos cómics, como El Víbora, Tótem y Cimoc. También escribió relatos para publicaciones como Playboy y Penthouse. Posteriormente comenzó a trabajar en la elaboración de guiones para la televisión, actividad en la que se ocupó hasta su salto definitivo a la narración pura.

Libros publicados
Páginas ocultas de la Historia (1999) escrito junto a
Fernando Marías
La taberna de los 13 monos (2001)
El oro de los carlistas (2001)
Glabro, legionario de Roma (2002)
Alacranes en su tinta (2002)
Tratado sobre la resaca (2003)
La cuenta atrás (2004)
Voracidad (2006) Premio Euskadi 2007 de literatura en Castellano
El número de tontos (2007)

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