EL ARTÍCULO DEL DÍA
Cuando cumplí 40 años, de lo que ya hace 16, escribí este artículo nostálgico que ahora no sé si llegó a publicarse pero lo hace ahora. Lo encontré por casualidad y la casualidad hace que salga hoy. Bueno sí, ya lo sé. Habla, por aquel entonces, de cuando le llegue el turno a Fidel. Le llegó. Fidel se ha ido, pero se queda. Postfidelismo con Fidel a la sombra.
SENTIMENTALISMO
El otro día tuve una esclarecedora, y más bien triste, conversación con un amigo generacional, de esos que te echas en el instituto y mantienes con el paso de los años como amistad totémica e incombustible. Hablamos de los cuarenta, de los cuarenta años que yo cumplía, y que él estaba a punto de cumplir, de lo que cambiaba el mundo a nuestro entorno en momentos tan críticos de nuestra existencia, y lo difícil que resultaba asumir esta galopada alocada de fin de siglo que pulverizaba fronteras e ideologías. “Lo de la URSS es patético” me decía, en referencia a Leningrado convertida en San Petersburgo, a la entronización de los zares si se encontrara algún descendiente de los Romanóv, a la proscripción de los comunistas, a los revolucionarios liderados por Yeltsin y alimentados por pizzas de McDonald’s y coca colas, a la momia de Lenin sacudida en su mausoleo, a los popes barbudos de la iglesia ortodoxa rusa desfilando con sus oropeles, “pero te imaginas cuando le llegue el turno a Cuba, a Fidel. No sé si podremos aguantarlo”.
Formo parte de una generación, no sé si utópica o idiota, que se forjó en unos ideales de libertad, radicalismo, idealismo, ganas de remover el mundo y un profundo sentido de la solidaridad que estaba por encima de colores, fronteras, sexos y lenguas. Políticamente, bien mirado, nuestros logros fueron nimios, pero en cambio si se consiguió una verdadera revolución en las relaciones sexuales, paterno filiales, docentes, etc., que aún perdura. Ahora esos parámetros, que constituyeron nuestra guía moral, se nos ha derrumbado ante nuestra estupefacción y la humanidad entera corre el peligro de ser súbdita del imperio americano, con todos sus deberes pero con ninguno de sus derechos. Si hay que ser americano, cosa a la que no hago ningún asco, me encantaría serlo de pleno derecho, es decir, poder elegir mediante sufragio entre el burro y el elefante.
Hay un cierto alborozo carroñero en cómo se describe desde los mass media esa hecatombe del socialismo real con la que nunca habíamos simpatizado. Y con el hundimiento del buque insignia del comunismo resulta que nadie ha sido comunista en este país, o si lo fue, se trató de un pecado de juventud del que se arrepiente con vehemencia. La semántica evoluciona con una rapidez galopante, y comunista suena ya como una especie de antigualla, de enfermedad senil, de virus. Deberemos avergonzarnos del comunismo como de las enfermedades venéreas, y la palabra acabará sonando tan mal como el chacra, la gonorrea, la sífilis. Solo nos falta sustituir aquellas añejas fotografías del Che, que tampoco colgábamos porque nos repugnaba la mancillación capitalista de su imagen, y reemplazarlas por las del Oso del Desierto, Schawrzeneger o Busch, los líderes de esta revolución que sacude el árbol del mundo y arroja al suelo la fruta cansada de las ideologías.
El otro día tuve una esclarecedora, y más bien triste, conversación con un amigo generacional, de esos que te echas en el instituto y mantienes con el paso de los años como amistad totémica e incombustible. Hablamos de los cuarenta, de los cuarenta años que yo cumplía, y que él estaba a punto de cumplir, de lo que cambiaba el mundo a nuestro entorno en momentos tan críticos de nuestra existencia, y lo difícil que resultaba asumir esta galopada alocada de fin de siglo que pulverizaba fronteras e ideologías. “Lo de la URSS es patético” me decía, en referencia a Leningrado convertida en San Petersburgo, a la entronización de los zares si se encontrara algún descendiente de los Romanóv, a la proscripción de los comunistas, a los revolucionarios liderados por Yeltsin y alimentados por pizzas de McDonald’s y coca colas, a la momia de Lenin sacudida en su mausoleo, a los popes barbudos de la iglesia ortodoxa rusa desfilando con sus oropeles, “pero te imaginas cuando le llegue el turno a Cuba, a Fidel. No sé si podremos aguantarlo”.
Formo parte de una generación, no sé si utópica o idiota, que se forjó en unos ideales de libertad, radicalismo, idealismo, ganas de remover el mundo y un profundo sentido de la solidaridad que estaba por encima de colores, fronteras, sexos y lenguas. Políticamente, bien mirado, nuestros logros fueron nimios, pero en cambio si se consiguió una verdadera revolución en las relaciones sexuales, paterno filiales, docentes, etc., que aún perdura. Ahora esos parámetros, que constituyeron nuestra guía moral, se nos ha derrumbado ante nuestra estupefacción y la humanidad entera corre el peligro de ser súbdita del imperio americano, con todos sus deberes pero con ninguno de sus derechos. Si hay que ser americano, cosa a la que no hago ningún asco, me encantaría serlo de pleno derecho, es decir, poder elegir mediante sufragio entre el burro y el elefante.
Hay un cierto alborozo carroñero en cómo se describe desde los mass media esa hecatombe del socialismo real con la que nunca habíamos simpatizado. Y con el hundimiento del buque insignia del comunismo resulta que nadie ha sido comunista en este país, o si lo fue, se trató de un pecado de juventud del que se arrepiente con vehemencia. La semántica evoluciona con una rapidez galopante, y comunista suena ya como una especie de antigualla, de enfermedad senil, de virus. Deberemos avergonzarnos del comunismo como de las enfermedades venéreas, y la palabra acabará sonando tan mal como el chacra, la gonorrea, la sífilis. Solo nos falta sustituir aquellas añejas fotografías del Che, que tampoco colgábamos porque nos repugnaba la mancillación capitalista de su imagen, y reemplazarlas por las del Oso del Desierto, Schawrzeneger o Busch, los líderes de esta revolución que sacude el árbol del mundo y arroja al suelo la fruta cansada de las ideologías.
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